Tus manos presurosas se afanaron y luego,
como un montón de sombra, cayó el traje a tus pies,
y confiadamente, con divino sosiego,
surgió ante mí tu virgen y suave desnudez.
Tu cuerpo fino, elástico, su esbelta gracia erguía.
Eras en la penumbra como una claridad.
Era un cálido velo que toda te envolvía,
la inefable dulzura de tu serenidad.
Con el alma en los ojos te contemplé extasiado.
Fui a pronunciar tu nombre y me quedé sin voz….
Y por mi ser entero pasó un temblor sagrado,
como si en ti, desnuda, se me mostrara Dios.