ODA
¡Dó estás! ¡Por qué te ocultas
con pertinacia tanta,
y en sudarios de hielo te sepultas,
que dique ponen a la humana planta!
¡Acaso, al descubierto, en ti se apoya
el sabio mecanismo,
labrado por la mano de Dios mismo,
al que imprimió perpetuo movimiento
un leve soplo de su puro aliento!
¡Eres, por suerte, diamantina joya
con que remata el eje de la tierra,
y temes que, en su ardiente afán de robo,
sobre ti caiga el hombre, como lobo
que a la presa se aferra!
¡Surge en tu faz algún volcán de nieve,
que, arrojando glacial lava copiosa,
al nauta que a tus ámbitos se atreve
cubre con fría losa!
¡Recelas por ventura
que la Industria, incitada por la Ciencia,
aproveche tan rara coyuntura
de mostrar su titánica potencia,
forjando recio cable
que a ti sujete la movible esfera,
y, en el hondo misterio
de la noche sombría,
sepulto un hemisferio,
la clara luz de prolongado día
brille en el otro con potente imperio!
¡O que, aplicando fuerza incontrastable
al eje de la tierra,
la remueva en su asiento,
de su faz despidiendo cuanto encierra;
cuanto por sus arrugas peregrina,
cuanto, al impulso del solar aliento,
vigoroso germina;
cual con forzuda mano
el labriego sacude,
para que suelte el nutritivo grano,
el duro tronco de la añosa encina!
No, no temas; el hombre,
que encontrarte desea,
sólo dama por escribir su nombre
en un muro del templo de la Fama.
Permítele llegar; deja que vea
las irisadas tintas caprichosas,
y las fiestas hermosas
que celebra en tu honor la luz febea;
déjale ver los témpanos flotantes,
puntiagudos gigantes
que, ansiosos de llegar en tiempo breve,
resbalan azorados por la nieve;
columnas que en su seno el mar abisma,
que tienen de la roca la dureza,
de la nube fugaz la ligereza,
a refracción del prisma;
déjale ver dó anidan esas aves,
que, blancas, inocentes y ligeras,
salen siempre al encuentro de las naves,
creyéndolas aladas compañeras;
que vea cómo enérgicas su broche
rompen, tras meses de enlutada noche,
esas flores enanas,
que tienen por hermanas
las que sufren también glacial oreo
en las cumbres del Alpe y Pirineo;
tus auroras boreales celebradas,
donde bullen reunidas
las luces divididas
de nuestras cotidianas alboradas;
el falso luminar que en noche oscura
disipa de las sombras el beleño,
y aparece radiante de hermosura,
como imagen fantástica de un sueño;
tus eléctricas lluvias que descienden
pausadas a la tierra que las llama,
que el aire vago con su lumbre encienden,
mas sin que cuaje su terrible flama
en rayo centellante
que, ciego y deslumbrante,
en nosotros la muerte desparrama.
Déjale ver la misteriosa cita
que el brillo tenue de la clara aurora
da a la luz del ocaso moribundo,
a la que ambos acuden a deshora,
con belleza infinita
y en que se besan con amor profundo;
tu noche que se alarga y que se acorta,
cual sombra gigantea
que al fulgor de la tea
contempla un niño con mirada absorta;
esos diversos soles
que, cual reyes en guerra,
con corona y con manto de arreboles,
pretenden todos alumbrar la tierra;
enséñale si es cierto
que hay un lazo de unión entre tus mares;
o dile que no existe claramente,
que él, con brazo potente,
ahondando en los témpanos polares,
un canal abrirá,
como el que ha abierto
en las rojas arenas del desierto.
Dile dó están las útiles ballenas
que, en pos de las ritinas y narvales,
abandonaron de Spitzberg las rocas,
huyendo los arpones criminales;
dónde las pardas focas
que, por sus voces de ternura llenas,
tomara el argonauta por sirenas,
y hoy en tus playas a solaz se tienden,
do incautas las sorprenden
cual sátiros, los rudos esquimales.
Dile dó arranca la encubierta vía
buscada en vano por el frágil leño
que a tus sólidas aguas se confía;
y si el mar libre que con tanto empeño
jura Belcher que descubrió asimismo,
fue de su mente fugitivo ensueño
o engañosa visión del espejismo.
Cesa ya de oponer a su bravura,
como piedras de celta monumento,
cual trozos de vetustas catedrales,
heridores carámbanos glaciales,
que, navegando al ímpetu del viento,
le dan, al par que muerte, sepultura:
ríndete al ver los ínclitos varones,
los sabios y esforzados campeones
que han sucumbido al pie de tu muralla,
cual fuertes escuadrones
que, en desigual batalla,
salvar intentan gigantesca valla.
«No hay más allá», decían
las antiguas columnas, que existían
en el estrecho hercúleo;
«no hay más allá», falaces repetían,
señalando el inmenso mar cerúleo.
Colón, con sólo el aire de las velas
de sus raudas famosas carabelas,
derribó las columnas seculares,
y, con pasmo profundo,
hizo brotar un mundo
de la rizosa espalda de los mares.
¡Quién sabe si, en un día no lejano,
las del polo mortíferas barreras
caerán del hombre a la industriosa mano,
que ha dado realidad a las quimeras!
¡Quién sabe si, con rumbo ya seguro,
salvará en globo el invencible muro!
¡Quién sabe si, por premio a tanto arrojo,
y en pos de tanto sufrimiento y luto,
el mar de hielo cruzará a pie enjuto,
como el pueblo de Dios cruzó el mar Rojo;
y, teniendo cual él segura egida,
seguirá con sosiego
de aurora boreal el vivo fuego,
que le lleve a la tierra prometida.
Y tú, mortal dichoso,
que del Polo has de ser Colón glorioso,
si alientas ya, si escuchas el murmurio
lejano de la Fama
que anhelosa hacia ti las alas bate,
si el corazón te late,
como infalible augurio,
al fuego sacro de la heroica llama,
ven, y quedo al oído
pronúnciame tu nombre,
hoy oscuro, mañana esclarecido,
que mi pobre poesía
al propalarlo asombre,
ufana con el don de profecía:
mi mente arrebatada
te imagina ya al fin de la jornada,
cuando tu pie de atleta,
tras lucha denodada,
huelle triunfante la escondida meta.
De tu alta gloria al esplendente rayo,
fundiranse de hielo las montañas,
cayendo con desmayo
de la mar en las líquidas entrañas.
Inmóvil tú en el eje,
en torno tuyo girará la tierra,
cual el coro de ninfas danza teje
en torno al Dios que terminó la guerra;
sin fuerza ya para causar estrago,
flotarán por la undosa superficie
nevados copos con gentil molicie,
cual blancos cisnes en tranquilo lago.
Colosales ballenas
asomarán en grupos seductores,
y al aire lanzarán, de asombro llenas,
copiosos y variados surtidores.
Contemplarán los ojos,
a tus pies, en glaciales ataúdes
labrados en gigánticos aludes,
de Franklin y otros nautas los despojos;
descarnado -y escueto,
alzarase de Hall el esqueleto,
y de su mano pasará a tu mano
la gloriosa bandera[15],
que, según vera crónica nos dice,
en nombre de su patria recibiera,
cuando lanzose al férvido Oceano
bandera que en cien mares desplegada,
y por brisas australes agitada,
sirviole de sudario
al hallar ¡infelice!
en un monte de nieve su calvario.
Por corrientes marinas removidos,
caerán con roncos retumbantes sones,
imitando el tronar de los cañones,
los témpanos erguidos.
Del cielo las erráticas estrellas
se entregarán a misteriosa danza,
la blanca nieve guardará tus huellas,
y del sepulto sol las luces bellas
asomarán, por verte, en lontananza.
Bandadas de palomas mensajeras,
por caminos radiales,
el ancho espacio cruzarán ligeras,
para llevar las nuevas lisonjeras
a sus tierras natales.
En homenaje las abiertas flores,
y las plantas balsámicas de suyo,
perfumarán el virginal ambiente,
y lanzarán vivísimos fulgores
la Aurora Boreal en torno tuyo
y la Estrella Polar sobre tu frente.