Alguna memoria (II) de Raúl Gustavo Aguirre

Ella tampoco está exenta de las cargas fiscales, de las confusiones de la
red telefónica, de las representaciones ilícitas. Pero se aviene, sin espanto,
a ocupar con nosotros un lugar desfavorable en el mundo. A decir verdad,
sólo emplea su tiempo en maravillarse. El siglo ha mejorado con su
presencia.

En ella, la oscuridad se transforma en largo regocijo del ladrón solitario. Las
señales que no comprende no estaban dirigidas a nosotros.

Viene de ausencias maravillosas, de seres que la amaron a través de otros
seres cuyo destino era cambiarse en ella con tanta lentitud que la
eternidad les maldice. (La eternidad maldice su lentitud, no su destino.)

Ella no comprende el Oráculo, no se lleva bien con aquéllos en quienes el
Espíritu ha entrado para vociferar. ¡El lenguaje del dios resuena
miserablemente puro en esas cabezas! No comprende una sola palabra que
no haya atravesado el sufrimiento lúcido de un hombre, que no conserve
señales de la lucha… Ella ignora también qué hacen los que se torturan a sí
mismos para que los otros los vean, cuando había que ir más lejos, con los
otros, más lejos todavía en el dolor… Esos inútiles inventores de martirio, de
palidez, de revelación, a su vez, la odian misteriosamente.

Ella no sabría entretener con apariciones espectaculares nuestros ojos
ávidos de exageración. Prefiere permanecer en los resquicios de una realidad
que se proclama habitable y obligatoria. Como a las larvas de luciérnaga, la
tiniebla la abruma, pero le es imprescindible.

Hasta que el Labrador la descubra, por último, en su terreno magnífico,
seguirá siendo la víctima paciente de nuestras herramientas equivocadas.

A su lado, contemplar el abismo resulta una excelente diversión. En su
ausencia, comienzo de la angustia para el observador sensible.

Ella siega el verano, y luego todo es azul alrededor de sus ojos invisibles.

Como la cigarra, sólo puede vivir en medio del incendio que suscita.

¡Ah, pequeño milagro, vida enorme! ¡Enorme vida en una nada enorme!

Así como el placer es su reino, ella no puede detenerse en esas gradas
fáciles donde el olvido nos ofrece sus pactos sospechosos. Si sufre, es
para morir.

Por ella entramos en el mundo, pero también por ella nos es cada vez
más fácil excluirnos de él. El enigma del bello vivir.

No obstante la distancia y el diluvio, y las dificultades insalvables, y el
honor y la maldición, ella se permite la aventura de vivir con nosotros. Sabe
que el abismo terminará por recuperar, algún día, su confianza en el hombre.