Cuando las ventanas, lo mismo que la mirada del chacal y el deseo, taladran la aurora, unas cabrias de seda me levantan sobre las pasarelas del suburbio. Llamo entonces a una muchacha que sueña en la casita dorada; se une a mí sobre el montón de musgo negro y me ofrece sus labios, que son piedras al fondo de un río presuroso. Velados presentimientos descienden los escalones de los edificios. Lo mejor es huir de los grandes cilindros cuando los cazadores cojean en las tierras destempladas. Si se toma un baño en el muaré de las calles, la infancia regresa a la patria, galga gris. El hombre busca su presa por los aires y los frutos se secan entre las rejas de papel rosa, a la sombra de los nombres desmesurados por el olvido. Las alegrías y las penas se esparcen por la ciudad. El oro y el eucalipto, de igual aroma, atacan los sueños. Entre los frenos y los edelweis sombríos reposan formas subterráneas semejantes a corchos de perfumistas.
De «Claro de tierra»
Versión de Manuel Álvarez Ortega