A Conchita Piquer
El día trece de julio
yo me tropecé contigo.
Las campanas de mi frente,
amargas de bronce antiguo,
dieron al viento tu nombre
en repique de delirio.
Mi corazón de madera
muerto de flor y de nidos,
floreció en un verde nuevo
de naranjos y de gritos,
y por mi sangre corrió
un toro de escalofrío,
que me dejó traspasado
en la plaza del suspiro.
¡Ay trece, trece de julio,
cuando me encontré contigo!
¡Ay, tus ojos de manzana
y tus labios de cuchillo
y las nueve, nueve letras
de tu nombre sobre el mío
que borraron diferencias
de linaje y apellido!
¡Bendita sea la madre,
la madre que te ha parido,
porque sólo te parió
para darme a mí un jacinto,
y se quedó sin jardines
porque yo tuviera el mío!
¿Quieres que me abra las venas
para ver si doy contigo?
¡Pídemelo y al momento
seré un clavel amarillo!
¿Quieres que vaya descalzo
llamando por los postigos?
¡Dímelo y no habrá aldabón
que no responda a mi brío!
¿Quieres que cuente la arena
de los arroyos más finos?
Haré lo que se te antoje,
lo que mande tu capricho,
que es mi corazón cometa
y está en tu mano el ovillo;
que es mi sinrazón campana
y tu voluntad sonido.
Nunca quise a nadie así;
voy borracho de cariño,
desnudo de conveniencias
y abroquelado de ritmos
como un Quijote de luna
con armadura de lirios.
Te quiero de madrugada,
cuando la noche y el trigo
hablan de amor a la sombra
morena de los olivos;
cuando se callan los niños
y las mocitas esperan
en los balcones dormidos;
te quiero siempre: mañana,
tarde, noche… ¡por los siglos,
de los siglos! ¡Amén! Te
querré constante y sumiso,
y cuando ya me haya muerto
antes que llegue tu olvido,
por la savia de un ciprés
subiré delgado y lírico,
hecho solamente voz
para decirte en un grito:
¡Te quiero! ¡Te quiero muerto
igual que te quise vivo!