Carta de Eladio Cabañero

A ti, allá en nuestro pueblo

Por el aire los pájaros tan sólo
van,
por el día las nubes siguen
remando cielo, lentas, como brazos abriéndose,
pero una carta vive en las cenizas
y en el escombro liso de los ojos.

Pienso en papeles blancos, dóciles,
busco claras palabras que decirte
en los oídos
ahora que un viento breve se enredará en tus manos,
manos que se reposan en las cosas
que tocas como el golpe de la nieve,
los manejables nombres:
carta de amor, manzana,
vaso de agua cerca de los labios, cosas
que amas y bendices
sus más felices formas allá lejos.

Llega un cometa tuyo y familiar
mientras escribo,
reluce rápido, toca mis rodillas
y tiemblo
como un parque al cumplir un nuevo otoño.
Mientras escribo ensancho la memoria,
me voy allá hasta el pueblo por el campo
con casas pequeñísimas y barbechos en fondo,
con arados allá a vista de pájaro,
-arados escribiendo a Dios derecho-
me entro por las viñas vareadas,
por patios blancos, limpios,
cubiertos con la parra y las bardillas,
entre mujeres, niños y gallinas,
carreteras que están quietas y llegan,
nubes que se despintan, sol que muere
igual que las bombillas de los pobres.

«Estoy aquí en Madrid con el otoño
y hasta que estén los ciervos de regreso
te espero;
no me atrevo a abrir puertas,
por si estás más hermosa temo verte.
¿Estás allí contándote milagros,
creyendo ver o viendo a Dios de súbito?
¿Sigues rezando
porque se estén las piedras quietas,
por la metralla nula y los cohetes
de las ferias pacíficas del pueblo,
pidiendo pan,
dando tu Padrenuestro a cada pobre
que aprendió a ser ateo y pasar hambre?
Tú estarás siempre por la luz del pueblo
mirando hacia el destino alto del humo,
al lento repetirse del aire en los tejados.
Yo estoy aquí sin ruido y sin quejarme,
sin este hermoso octubre en tus aceras
ni el horizonte aquel o de un analfabeto;
aquí estoy
viendo el viento que arrastra los papeles
humildes por las calles,
a punto de estar solo para siempre.»

Bendito sea el camino
por donde van los pájaros tan sólo,
alabada seas tú
porque sabes vivir a pecho abierto,
porque sabes estar con las espigas
con lo difícil que es mirar el trigo.
Alabada seas siempre,
lucientemente hermosa,
andando por tu casa de tareas
cantando con las manos ocupadas,
que bien estás soñándote
primera predilecta de la Virgen,
puesta en medio de muchos resplandores.

Qué hueco más profundo es la esperanza,
qué cubicado modo de quererte
estar aquí pensando:
«tengo que reunir unas palabras
para escribir lo poco que le escribo».
Termino ya, mi amiga, temo hablarte
de tantas cosas tuyas;
desde aquí
siento cómo el cartero del silencio
deja un ídolo humilde entre tus manos
hecho de la madera de algún chopo.