¿Y de la vanidad…
qué me dices de la vanidad?
Tiembla la mano como tañida por un ángel terrible
y la vejez oculta la belleza aquella
que fue deseo de otros
y los rostros de pétalos caídos
sólo saben en los ojos que ya no hay esquinas
que doblar,
tan sólo el alarido,
el pulso de un final tan ordinario
como otros.
No hay nada particular en la vejez,
¿por que no morir, entonces,
cuando la savia no precisa el decorado,
cuando el flou es una resta,
cuando apenas puede imaginarse
otro luto que no sea el que recogen los ojos?
Desnúdate para mí,
quítate los afeites
y que sean tus axilas
las que llenen mis manos.
Quede la vanidad para otras pieles
y déjame abrazar tu cuerpo último
herido por el tiempo
hasta expirarlo.
Fuimos… que ya es bastante.