¡Cuán delicada luz es la del joven
y qué perfumada sombra la suya
junto a la mía, opaca, envolviendo el ascua
del indomable anhelo!
¡Cuánta fragilidad en su paso,
en su atención a lo inaudible
que le atrae desde mi distancia…!
Joven y lejano, remoto y esperanzado
muchacho que inauguras vacilante
tu diálogo conmigo.
No quiero respirar por no mustiarlas,
por no despojarte de hojas;
porque me gusta el verdor que trepa ávido
alcanzándote los ojos.
Limpios ojos tuyos, sin cenizas
de hogueras; sin racimos
de imágenes temblorosas.
Ojos tuyos intactos,
sobre tu boca que no prometió
ni mintió seguridades.
Y tu pecho nuevo y fresco,
la yerba olorosa de tu cabeza,
la firme inseguridad de tu paso…!
No duelo nostalgia de juventud;
si fuera joven no te amaría.
Es porque llevo tiempo en el corazón
y en las sienes,
por lo que tú, inesperado joven,
apareces adorablemente imposible.
Un chopo junto a la orilla
de mi agua cargada de paisajes
oscura de cielo oscuro de amanecer.
O un delicioso caballo moreno
piafando en los tréboles húmedos.
La copa del árbol que verdea alegre
arriba del oro otoñal que se deshoja
enfriando los jardines.
Eso eres tú. Te oigo afirmar que eres futuro
mientras no hay un presente que te ignore
ni te iguale, del cielo a la tierra!
Bendito sea el arranque
de tu vida deslumbrada y cálida,
ansiosa de apartar lo que conoces.
Corre, huye, no detengas tu paso
junto a ninguna fuente.
No mires los estanques -mis ojos-,
ni siquiera los ríos -mis brazos-,
muchísimo menos la mar:
mi boca fría y melancólica.
Espérate a ti mismo
en las locas encrucijadas del futuro.
¡Vete ya contigo!
¡Cuán dulce es el saber que eres ligero,
y sin memoria y sin piedad;
que eres un ciervo atravesando los montes!
Ágil muchacho esquivo,
impreciso y cierto, vulnerable y duro
como una palabra
que no me atrevo a decirte…
Como una pena inesperada
que me acumula el corazón.