Y cuando al jardín, contigo, descendíamos,
evitábamos en lo posible los manzanos.
Incluso ante el olor del heliotropo enrojecíamos;
sabido es que esa flor amor eterno explica.
Tu frente entonces no era menos encendida
que tu encendida beca*, sobre ella reclinada,
con el rojo reflejo competía.
Y extasiadas, mudas, te espiábamos;
antes de que mojáramos los labios en la alberca,
furtivo y virginal, te santiguabas
y de infinita gracia te vestías.
Te dábamos estampas con los bordes calados
iguales al platito de pasas
que, con el té, se ofrece a las visitas,
detentes y reliquias en los que oro cosíamos
y ante ti nos sentábamos con infantil modestia.
Mi tan amado y puro seminarista hermoso,
¡cuántas serpientes enroscadas en los macizos de azucenas,
qué sintieron las rosas en tus manos que así se deshojaban!
Con la mirada baja protegerte queríamos
de nuestra femenina seducción.
Vano propósito.
Un día, un turgente púrpura,
tu pantalón incógnito, de pronto, estirará
y Adán derramará su provisión de leche.
Nada podrá parar tan vigoroso surtidor.
Bien que sucederá, sucederá.
Aunque nuestra manzana nunca muerdas,
aunque tu espasmo nunca presidamos,
bien que sucederá, sucederá.
Y no te ha de salvar ningún escapulario,
y ni el terrible infierno del albo catecismo
podrá evitar el cauce radiante de tu esperma.
*Beca: especie de manto de seda o paño, que colgaba del cuello
hasta cerca de los pies, y que en algún tiempo usaron
sobre la sotana los eclesiásticos que tenían alguna dignidad.