Así, rodado, crepitado, ungido,
estarcido y flagrado,
como derrama un niño cuenta y cuenta
de vidrio en la sonora
patena de la noche, te he entregado
mi puño y mi tormenta
y he nombrado
como albacea la Aurora.
Agujas y sedales han cosido
mi lengua al paladar, donde tú abrías
ya no sé qué navajas o alegrías,
qué sigilo mortal, qué luz de olvido.
No pido compasión; sangre te pido
y músculos joyantes y agonías,
devoradoras águilas, orgías
y uñas escodadoras del sentido.
Y vivir y cantar y la condena
cumplir de nuestro amor y ver la cima
del monte más temible destrozada
por un súbito embate de carena,
por una mano que la piedra oprima
con el temblor sediento de la espada.