De «Los ojos del extraño» de Vicente Gallego

El mujeriego

A Felipe Benítez Reyes

Demás de esto conviene guardar con diligencia todos los sentidos, mayormente los ojos, de ver cosas que te pueden causar peligro. Porque muchas veces mira el hombre sencillamente, y por la sola vista queda el ánima herida. Y porque el mirar inconsideradamente las mujeres, o inclina o ablanda la constancia del que las mira (.. .) Huye, pues, toda sospechosa compañía de mujeres, porque verlas daña los corazones; oírlas, los atrae; hablarles, los inflama; tocarlas, los estimula, y, finalmente, todo lo de ellas es lazo para los que tratan con ellas.

Fray Luis de Granada (Guía de pecadores)

He amado a las mujeres, y debo confesar
que en muchas ocasiones
con ellas yo pequé de pensamiento,
palabra y omisión, pues con el tacto
he librado tan sólo las batallas corrientes,
-y alguna escaramuza, a qué mentir,
de muy dudoso gusto y gloria escasa-,
pero mi amor más fiel, el verdadero,
el que nunca me aburre, el que termina
amenazando un día mi constancia,
es siempre esa mujer, esa desconocida
de la que habla un amigo en un poema,
y que tantos dejamos, por desidia,
porque vamos con otra o por vergüenza,
pasar siempre de largo,
tan diferente siempre y siempre hermosa.
Y cuando alguna vez nos acercamos,
vencidos los temores, con qué prisa
su nombre cambia, baja y se concreta,
toma su rostro forma exacta, olvidan
muy pronto nuestros ojos su misterio,
pues la mano lo toca, y se deshace.

He amado a las mujeres, todavía las amo,
y sufro mucho al verlas alejarse,
espléndidas y ajenas, con sus hijos
de la mano, o aún con uniforme,
casi niñas -la nuca entre sudada
y el olor a colonia tras los juegos-,
o adolescentes casi, en esa edad
en que duermen inquietas si es verano.
Y todas con olores que nos hacen soñar,
en su belleza crueles, pues sólo esos olores,
extraños y envolventes,
al cabo han de dejar, si pasan cerca,
como un camino abierto en nuestras vidas.
Pero fui terco en el amor de algunas,
y es difícil así frecuentarlas a todas.

He amado a las mujeres, y por ellas sospecho
que quisiera perderme,
si tuviera dinero, y ayudaran un poco.

* * *

En las horas oscuras…

En las horas oscuras
que van creciendo en nuestras vidas
al igual que la noche se alarga en el invierno,
en esas horas, a menudo,
una imagen tenaz y hermosa me consuela.
Regreso hasta una playa de otro tiempo,
todavía cercano. Es un día precioso
de final de septiembre, brilla el mar
con su estructura lenta, sugestivo y exacto
como un cuchillo. Quedan
unos cuantos bañistas a esa hora
dudosa de la tarde, y no estoy solo,
un grupo de muchachas me acompaña,
el sol dora sus cuerpos de diecisiete años,
y es ya fresca la brisa, y en sus nucas
la humedad reaviva el aroma a colonia.
Y la tarde transcurre dulcemente,
mas sin gloria especial, y las muchachas ríen,
y me dan su alegría, aunque no amo a ninguna,
y hay un aire de adiós en cada cosa:
en el mes avanzado, en los bañistas,
en el estío lento, en aquellas muchachas
que desconozco hoy, y en la luz de la playa.

Apuré aquel momento agradecido,
al igual que se goza un hermoso regalo,
en su dicha sereno, destinado a perderse
tras la felicidad frecuente de esos años.
Y ahora comprendo que en aquella tarde
algo más que belleza se ocultaba,
porque su luz me salva, muchas veces,
en las horas oscuras, y se empeña,
con una obstinación absurda que me asombra,
en volver a mis ojos y a mis días.
En las horas oscuras
una imagen tenaz y hermosa me consuela,
y me lleva al verano ya una tarde.
y yo aún me pregunto por qué vuelve,
y qué es lo que perdí en aquella playa.

* * *

In Dubio Pro Reo

Esta tarde releo mis palabras
para ultimar su acento y ofrecerlas
a un oscuro editor. Y al repasar
sus sílabas exactas y traidoras
me tienta el desaliento y la pereza.
¿Dónde ocultan la vida que guardé
en su desván de sombras, dónde esconden
esa pasión que me obligó a trazarlas?
No hallo en ellas respuesta, y en su espejo
sólo descubro el rostro de un extraño.
No hay luz en mis palabras, y a mis ojos
carecen de belleza. ¿Por qué entonces
obstinarse en su engaño, y para qué
ofrecerlas ahora a los demás?
¿Quizá con la esperanza
de ese lector futuro que imaginó Cernuda?
Es hermoso su sueño, y el poema
es también muy hermoso, pero yo me pregunto,
descreído, si puede mi lectura,
con su fervor de hoy,
entregarle a aquel hombre una dicha
que escribió no sentir; si yo mereceré
ese incierto lector; y de qué extraña forma
los versos y la vida que sentimos frustrados
sabrán cumplirse un día en los ojos de otros.

* * *

La noche en las ciudades

(Looking for the heart of saturday night)
Tom Waits

A Luis Antonio de Villena

A lo largo del tiempo
y en diversas ciudades, he observado a esa gente
que transita en la noche: bebedores anónimos,
muchachitas de un día, cuarentones
que regresan vencidos del amor, todos ellos
buscadores sin mapa de un tesoro.

Por calmar otra sed beben sin ganas,
y en sus ojos he visto esas preguntas
que a veces el amor supo acallar,
pero muerto el amor, de regreso en la noche,
en sus ojos seguían las preguntas,
esas mismas preguntas que se hicieron
los poetas románticos al contemplar la luna,
pero también los griegos y los árabes
y tantos otros cuya historia
desconoce esa gente que se hace
esas mismas preguntas, esas tristes preguntas
que a mí me asaltan hoy ante esta copa:
en la falsa moneda de la noche
¿he buscado su brillo o he buscado su sombra?
¿Qué queda de la dicha que algún sábado
he creído sentir, o es que sólo
existe fingimiento en la alegría?
¿Qué ciudades, qué noches, qué luces o qué sombras,
qué palabras, qué cuerpos,
o qué extraño cansancio calmarán
este afán de vivir que la vida no sacia?

Para expresar lo que en las noches siento,
lo que en tantas ciudades y a través de los años
he sentido al volver los sábados a casa,
derrotado y dichoso, solitario,
debería quizá recurrir a la imagen
de esos vasos vacíos que la noche abandona
y en los que brilla el sol
por un instante al despuntar el día,
o haber sido un buen músico quizá,
escuchad a Tom Waits y dejad de leerme:
ahora
sólo a un blues se parece mi alma.

* * *

La oscuridad del siglo

Hubiera sido un samurai,
un ser parco con precisión de tigre.
O en un mercado aquella prostituta
de los dientes enormes y picados.
Morir en un crepúsculo sangriento
o entregar por monedas mi calor.
Escribí sin embargo estas palabras
desde un siglo sin brillo, oscuro, triste,
como una, mujer fea que abandona
intacta, sin gozarla, el enemigo.

Al hombre oscuro y vil que renuncié
lo hubiérais alejado de los niños,
mas confiáis en mi apariencia bondadosa
y no delataré mi enfermedad.
Nada sabréis de sus secuelas, nada
del hombre que acompaña vuestros días.

* * *

Las mujeres y las armas

I
Bailabas junto a mí canciones viejas,
antiguos éxitos de algún verano
que escucho por azar. Para el recuerdo
ningún guardián tan fiel como la música.
Yo era un niño asombrado por tu cuerpo,
pero llegó septiembre a separarnos.

Me abordaste de nuevo en la ciudad
más alta y maquillada, en sus rincones
perdimos la inocencia como un guante
lanzado con descaro a los demás.
Con el paso del tiempo representas
los cines de reestreno y la pasión.
No pudimos cumplir los veinte juntos.

Me tentaste después de otras maneras,
y tomabas las formas más extrañas.
Aprendí ciertos juegos a tu lado,
el frío que amenaza tras la fiesta,
y algunos trucos, casi siempre sucios,
para fingir calor antes del alba.
Empezaba a pensar que no existías.

Te acercaste de nuevo, por sorpresa,
en un pequeño bar de facultad,
nos amamos despacio y con asombro.
Estábamos cambiados y creí
que no te irías más de mi universo.
Hemos sido felices estos años.

Y ahora regresas otra vez, hermosa,
desconocida y joven como siempre,
tentando todavía al desaliento.
Regresas otra vez para que entienda
que te he perdido ya, que sigo solo.

II
Lo expresa una palabra: desencanto.
Ningún dolor concreto o abandono,
más bien esa actitud que a su partida
el dolor nos contagia:
cierta desconfianza y un asombro
extraño ante la dicha.
Que en el amor no sean
las palabras tan sólo lo gastado,
pues como en un poema que pretendo feliz
y me traiciona, en él he perseguido, siempre,
algún final más digno a sus comienzos.
En la desposesión que se repite
ya lágrimas no encuentro,
una resurrección, ninguna muerte
pudiera todavía emocionarme,
pues somos la costumbre del fracaso.

Pero yo sé que habrá, de vez en cuando,
algún modesto obsequio de los días:
alcohol y noches, tangos, libros, cuerpos,
o quizá el verso hermoso que hoy me huye:
escudo ante las llamas, armas blancas
contra el devastador ejército del tiempo.

* * *

Las tardes

Ya casi no recuerdo las mañanas,
su tiempo azul y claro,
lejos quedan, perdidas en colegios
o en piscinas extrañas e indolentes.

Porque sentimos duro el despertar
retrasamos ahora
la luz que nos fatiga los despegados ojos.
Y es un destino oscuro el de las tardes,
en ellas aprendí que llegará la noche,
y que es inútil
cualquier esfuerzo por burlar la historia
equivocada y triste de los años.
He vivido en la espera absurda de la vida,
cuando he gozado
ha sido con reservas; amé creyendo en el amor
que habría luego de venir, y que faltó a la cita,
y renuncié al placer por la promesa
de una dicha más alta en el futuro incierto.

Pero los días, al pasar, no son
el generoso rey que cumple su palabra,
sino el ladrón taimado que nos miente.
Con su certeza
nos convierte la edad en más mezquinos,
nos enseña a amar lo que nos duele,
las cosas más pequeñas, aquello que ahora somos
y tenemos: la música suave, nuestros cuerpos,
el calor de la estancia y el cansancio.
Buscamos la derrota de las tardes, su tregua
en la exigencia vana de una gloria
que ya no nos seduce. Nos convierte
la edad en más obscenos, y aceptamos
cualquier regalo aunque parezca pobre:
esa boca gastada por el uso, tan dulce aún,
el fuego antiguo y leve de la carne,
los viejos libros, los amigos justos,
un poema mediocre, pero nuestro,
y la costumbre extraña
de ser al fin felices en la sombra.

Es un destino oscuro el de las tardes,
pero también hermoso
y breve como el paso de los hombres.

* * *

Variación sobre una metáfora barroca

A Carlos Aleixandre

Alguien trajo una rosa
hace ya algunos días, y con ella
trajo también algo de luz,
yo la puse en un vaso y poco a poco
se ha apagado la luz y se apagó la rosa.
Y ahora miro esa flor
igual que la miraron los poetas barrocos,
cifrando una metáfora en su destino breve:
tomé la vida por un vaso
que había que beber
y había que llenar al mismo tiempo,
guardando provisión para días oscuros;
y si ese vaso fue la vida,
fue la rosa mi empeño para el vaso.

Y he buscado en la sombra de esta tarde
esa luz de aquel día, y en el polvo
que es ahora la flor, su antiguo aroma,
y en la sombra y el polvo ya no estaba
la sombra de la mano que la trajo.
Y ahora veo que la dicha, y que la luz,
y todas esas cosas que quisiéramos
conservar en el vaso,
son igual que las rosas: han sabido los días
traerme algunas, pero
¿qué quedó de esas rosas en mi vida
o en el fondo del vaso?