«–Di, Zaida, ¿de qué me avisas?
¿Quieres que muera y que calle?
No des crédito a mujeres
no fundadas en verdades;
que si pregunto en qué entiendes
o quién viene a visitarte,
son fiestas de mi tormento
ver qué visitas te aplacen.
Si dices que estás corrida
de que Zaide poco sabe,
no sé poco, pues que supe
conocerte y adorarte.
Si dices son por mi causa
las que en el rostro te salen,
por la tuya con mis ojos
tengo regada tu calle.
Confiesas que soy valiente,
que tengo otras muchas partes;
pocas tengo, pues no puedo
de una mentira vengarme.
Mas si ha querido mi suerte
que ya el quererte te canse,
no pongas inconvenientes
mas de que quieres dejarme.
No entendí que eras mujer
a quien novedad aplace,
mas son tales mis desdichas,
que en mí lo imposible hacen;
hánme puesto en tal extremo
que el bien tengo por ultraje:
alabasme para hacerme
la nata de los galanes.
Yo soy quien pierdo en perderte
y gano mucho en ganarte,
y aunque hablas en mi ofensa
no dejaré de adorarte.
Dices que si fuera mudo
fuera posible adorarme;
si en tu daño no lo he sido,
enmudezca el desculparme.
Si te ha ofendido mi vida,
quieres señora matarme,
basta decir que hablé [e]
para que el pesar me acabe.
Es mi pecho calabozo
de tormentos inmortales,
mi boca la del silencio,
que no ha menester alcaide.
Que el hacer plato y banquetes
es de hombres principales,
mas dalles de sus favores
sólo pertenece a infames.
Zaida cruel, que dijiste
que no supe conservarte,
mejor te supe obligar
que tú has sabido pagarme.
Mienten los moros y moras,
miente el infame de Tarfe,
que si yo le amenazara
bastara para matarle.
A ese perro mal nacido
a quien yo mostré el turbante,
no fío yo dél secretos,
que en bajos pechos no caben.
Yo le he de quitar la vida
y he de escribir con su sangre
lo que tú Zaida replico:
Quien tal hizo, que tal pague…».