Dejad, pues, que sucumba de Hugo Lindo

Todo el dolor te navegaba por la sangre.
Un río largo descendía por la historia
hasta llegar a tu lugar preciso.

La sombra iba nadando sobre el río.
El aire
le pasaba la mano suavemente.

Y los sauces lloraban siglo a siglo
sus hojas,
su rocío,
su ternura,
para amparar la soledad del hombre.

Pero era menester que te agobiara
la carga de los días.

Que la noche
se te echara en el alma y te mordiera.

Que la razón del mundo y su pregunta
se te enroscaran en la voz.
Que el vino fuera
vinagre ya en las comisuras.

Y era
indispensable el fuego de los ojos
la sal atroz,
madrina de su brillo.

Y la espina del paso.
Y la aterida
mordida del invierno en la piel tensa.

Sin eso
no serías el hallazgo,
la flor abierta al ámbito del día,
la mano recia
ni la mano dulce.

Sin eso, simplemente, te hallarías
mineral,
vegetal,
seco,
vacío,
rondando apenas el envés del mundo.

La rosa se te dió,
gloria en la vista,
miel del olfato,
levedad del tacto,
porque lloraste encima de sus brotes.

La luz se te otorgó
porque venías
silencioso y sangrante
por el túnel.

La vida misma circuló en tus venas
porque es rojo el color de los suplicios.

Y el amor llegó a ti,
quedó en tu casa,
echó raíces y engendró milagros,
porque venía ya de otras edades
en tu propio dolor,
tu propio tiempo,
tu propio río,
en fin,
tu propia historia.