El artificio de Felipe Benítez Reyes

Un punto de partida, alguna idea
transformada en un ritmo, un decorado
abstracto vagamente o bien simbólico:
el jardín arrasado, la terraza
que el otoño recubre de hojas muertas.
Quizás una estación de tren, aunque mejor
un mar abandonado:

Gaviotas en la playa, pero quién
las ve, y adónde volarán.

Y la insistencia
en la imagen simbólica
de la playa invernal: un viento bronco,
y las olas llegando como garras
a la orilla.

O el tema del jardín:
un espacio de sombra con sonido
de caracola insomne. Un escenario
propicio a la elegía.

Unas palabras
convertidas en música, que basten
para que aquí se citen gaviotas,
y barcos pesarosos en la línea
del horizonte, y trenes
que cruzan las ciudades como torres
decapitadas.

Aquí
se cita un ángel ciego y un paisaje
y un reloj pensativo.

Y aquí tiene
su lugar la mañana de oro lánguido,
la tarde y su caída
hacia un mundo invisible, la noche
con toda su leyenda de pecado y de magia.

Siempre habrá sitio aquí para la luna,
para el triunfante sol, para esas nubes
del crepúsculo desangrado: metáfora
del tiempo que camina hacia su fin.

La música de un verso es un viaje
por la memoria.

Y suena
a instrumento sombrío.

De tal modo
que siempre sus palabras van heridas
de música de muerte:

Gaviotas en la playa…

O bien ese jardín:

Todo es de nieve y sombra,
todo glacial y oscuro.
El viento arrastra un verso
tras otro, en esta soledad. Arrastra
papeles y hojas secas
y un sombrero de copa
del que alguien extrae
mágicamente un verso
final:

Una luz abatida en esta playa.

Y hay un lugar en él para la niebla,
y un cauce para el mar,
y un buque que se aleja.

En cualquier verso tiene
su veneno el suicida,
su refugio el que huye
del hielo del olvido.

Puede
cada verso nombrar desde su engaño
el engaño que alienta en cada vida:
un lugar de ficción, un espejismo,
un decorado que
se desmorona, polvoriento, si se toca.

Pero es sorprendente comprobar
que las viejas palabras ya gastadas,
la cansina retórica, la música
silenciosa del verso, en ocasiones
nos hieren en lo hondo al recordarnos
que somos la memoria
del tiempo fugitivo,
ese tiempo que huye y que refugia
-como un niño asustado de lo oscuro-
detrás de unas palabras que no son
más que un simple ejercicio de escritura.

De «Sombras particulares» 1992