I
HOY,
acurrucado y triste,
único, solitario,
envilecido por la carne, amarga
la última residencia de mi corazón,
bajo la lona, bajo
el alto mundo de la estrella,
hundida el alma, rota
la hacedura de Dios, corvo, torcido
en el polvo estelar de la memoria,
hoy,
como un día cualquiera,
me he puesto a contemplar sin saber cómo
este río del circo de la vida.
II
Por de pronto la luz.
Hay que salvarla. Ved
que pueden descubrirnos
y entonces, nada, todo
sería preparado a nuestra altura
y ella, la elemental,
es una dádiva de amor y crea..
Por de pronto la luz:
Qué bien los tigres
vivirían sin ella oteando la sangre
en el acecho desde la alta rama a la costumbre
antigua del puro, manso ciervo en el arroyo.
Los tigres, los feli-
ces de Dios, los elegantes
conjurados, la raya
indómita, la tierra en pie de fiera.
Pero, ahí, ¿qué rugido
educado, cuáles sombras
sin miedo, selva férrea?
¿Escuchas? No es el combate,
el gamo presto, ¿nadie
te disputa la presa?
Tú podrías…
Alta la luna arrastra
selvas en celo, confiadas hembras.
¿Quién hijo, tigre, te ha lamido la sangre?
III
Siempre pensé que acaso
fuese la infancia lo primero, lo
elementariamente necesario.
Niños: nunca
os saquen las casillas.
Los circos sí, para los hombres tristes,
vosotros con mirar o con las tardes
de los domingos, todos
tenéis bastante, sobran
los papelillos de colores, rojo,
blanco, azul celeste, oro
falso, deshojado verde; y los platillos.
Celestial arco, amargo viento barre
la vida, soplan
aires contrarios. Nada
puede darnos consuelo.
IV
Oh júbilo, oh inocencia,
¿esto es el hombre? Enano
bullidor mientras se cambian
los tinglados del cerco. Vedle
consolando, perdiéndose,
eunuco vil de masas, tan crecido
ahora con su engaño,
centro mentido… Bullen
los colores del odio, siembra
su falso pan de la alegría.
Sí, la inocencia en ese pelotón de mil colores
como en aquella copla de los pueblos:
«Ahora, al fin de la jornada,
cuando la tumba me espera,
he aprendido que la dicha
sólo existe en la inocencia.»
Pero esto no es el fin ni es el principio.
Como la tumba, un acto más, un paso más
hacia ninguna dicha, aunque uno siempre
jamás esté seguro para nada.
Más alguien hay, miradlo:
diariamente afila
sus cuchillos. Y está aquí, con nosotros,
entre nuestra aventura, en ella misma
pero
¿podríamos hacerlo,
debíamos jugarnos nuestro pulso?
V
Sólo el alambre: Algo
puede ocurrir al hombre, algo que nunca
en peso de balanza esté preciso.
Aunque ese ronco zumbo
de pegadiza música, ¿qué quiere?
¿Otra vez miedo?
Ya es suficiente. Cumplen
las sombras, alma en vilo, dije
que no bastan figura y apariencia.
Siento
que me falla la voz, nadie asegura
nada, ¿apuesta alguien?
Sin embargo el hilo, aquel varal de acero,
es tan sencillo…
Un paso al aire, un corte, alguna breve
inclinación bastaba.
¿Es que será tan sólo musiquilla?
¿Es que no hay más? ¿Acaso
no merece la pena su peligro?
Por una vez estoy seguro: Todos
iríamos alegres a los cables,
desnudos, mansos, porque
a favor del silencio es el vacío.
VI
Hubo un tiempo… Naipes
y barajas, escamoteo, quién,
¿quién asegura? Un sí es
no es nos llena, nos engaña y burla.
Nosotros lo sabemos, somos
engañados, asistimos
al juicio final de nuestra muerte
que está asentada en esta carne, vive
con nuestras venas, oye
nuestra respiración, gusta su triunfo
anticipadamente conocido,
hasta que un tiempo, en una hora, un día
alza feliz su poderío y mata.
Luego un conejo, un gallo, bolas, bolas
que él, en nuestro engaño,
hace en la gracia de sus dedos ágiles.
VII
Ciega la luz, hiere la luz, avisa
que hay selva. Nuevamente
selva. Planta enorme,
si polvo y pastizal, amplios senderos
de manada, el coso
treme, oh elefante.
¿Quién más sujeto, quién
más seguro en tierra?
Nada si no el tan-tán hubiese
como un aviso hundido la penumbra:
lianas, árboles tropicales, plantas
carnívoras, insectos
múltiples, todo
el perenne forraje, el eterno
palpitar vegetal se alza, enorme,
como un peso que se desborda en sangre.
Un lejano temblor de angustia herida,
un hálito, una vaga penumbra
de pasto en plenilunio: Hay
Dios. Omnipotente, vengativo, solo:
el humano deseo, y sin embargo
tremendamente temeroso;
y ahí, ante el pesado bloque
casi acuñado, mineral, amorfo,
ante la bestia, ¿quién es el dios que ruge,
¡asombro!, en las tormentas?
Música de oropel llena los ámbitos.
Después, sin ruido, inerte
casi, la paz.
VIII
…Y la mentira. El circo
es clown, sonrisa pálida,
vieja nostalgia y clarinete amargo.
Como el amor: Mentira,
verdad que nadie sabe hasta qué punto
puede ser disfrazada.
He aquí el payaso: El hombre,
carátula triste, son
de viejo instrumento. Si desnudo
apareciera, cómo
poner su hombría a traza de nostalgia…
Nadie lo sabe. Todos
reímos, todos
de nuestra propia carne revestida,
de nuestro pobre cuerpo puesto a venta.
Somos así: tan nobles
para vender, comprar nuestra agonía.
De vez en cuando, a veces
una desolación pertinaz, honda,
baja, mansa y segura,
hacia el lugar del corazón de donde
tomó su vida y su experiencia amarga.
Es la alegría, en tránsito
siempre de pena oscura y largo cauce,
la gran cordialidad que nos aprieta.
IX
Quién es, decidme:
¿dónde se oculta aquél, el que dirige
esta música horrible de charanga?
Música sin concierto
ruidosa y simple, grave,
casi feliz de agilidad nerviosa.
Alguien
debe de acompasarla, alguien que nunca
se podría mostrar. Sería inútil.
A su pesar todo este largo río
transcurre en el amparo
de su horrible armonía.
Ella, la anunciadora, hace danzar y cuando
por un instante da cabida al silencio
una antigua tristeza, dolorosa y tenaz,
nos inunda tranquila los contornos del alma.
y X
Y así pasa la noche,
el tiempo, el agua de la muerte, el agua
de la vida, el circo amigo.
Y hay una dulce dejadez de amor
que nos empaña.
Afuera
las estrellas y el campo duermen, solos,
sin luz, sin Dios, sin claridad o ruido.
Todo
estaba conjurado.
Nadie
sabía que al entrar
se le daría un puesto, una ribera
donde el agua y el ser se marchitaran.
Y pasa así la troupe
como si ajenos, desentendidos, tristes
contempladores fuésemos nosotros.
Vienen sombras, carátulas,
figuras de oro falso y papel viejo,
barras, trapecios, trampolines, pistas,
la dulce musiquilla del rugido
del hombre… Todo
para un último fin que nadie sabe.
Alegres, sonoros
en la fraternidad,
cobrada la moneda,
divertidos
de tanto amor y engaño,
en masa, en bando, en emoción
única y sencilla, damos
humildemente
desconocidos,
cuando el gallo nos llama,
término al contemplar, y cesa el circo.