El emperador de la China de Heinrich Heine

Mi padre fue un zoquete, templado y receloso;
Mas yo el champagne apuro, y sé un monarca ser.
¡Oh mágica bebida! yo descubrí gozoso,
Que cuando alegre libo el néctar espumoso,
La China se embriaga de gloria y de placer.
Cual tulipán precioso de púrpura manchado,
Mi imperio, flor de Oriente, se extiende aquí y allá.
A ser yo casi un hombre ¡oh cielos! he llegado,
Y hasta mi esposa misma, mi esposa, en cinta está.
Y por doquier la dicha y la abundancia crece:
Se curan los enfermos, rnitígase el dolor;
Y hasta Confucio, el sabio de corte, me parece
Que filosofa ahora con claridad mayor.
El negro pan del pueblo trocóse en pastaflora;
El pobre sus harapos por sedas cambió,
Y el mandarín, el sabio, legión abrumadora
De monos jubilados, recobran en buen hora
La varonil firmeza que de su cuerpo huyó.
Chinesca maravilla que desafía al cielo,
Ví de Pekín la iglesia severa terminar;
Los últimos judíos la buscan con anhelo,
Bautismo allí reciben, y por premiar su celo
Les voy del dragón negro la cuarta cruz a dar.
La revolucionaria idea se ha apagado,
Y -«Oh, no, ya no queremos tener constitución,
Hasta el mantschou más noble exclama entusiasmado
-Es al Kantschou, al schiago al que ama la nación,»
Me dicen los doctores: «no bebas,» mas yo bebo,
Y sorbo y sorbo apuro, cumpliendo mi deber;
Se trata de mis pueblos, a su salud me debo,
Y debo por su dicha beber y más beber.
Y un vaso, venga un vaso, un vaso todavía;
Yo mi salud a China daré con loco afán;
Mis chinos más felices se juzgan cada día,
Y bailan, mientras cantan, riendo de alegría:
«Heil dir in Siegerkranz, Retter des Vaterlands,»*
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* – Ceñid la corona de vencedor, salvador de la patria.