El hilo olvida,
pierde la memoria que le dicta la postura de sus hilazas y se descompone.
No sabe cómo curvarse para tener la forma del carrete.
El hilo se deshila y entra, indócil, como traspasando
el filo de un grueso cuchillo, en la sabana densa,
en las guías de las hojas del guayabo, en el tallo tranquilo
que se convierte en raíz sin subordinarse, silencioso
y tenaz hasta alcanzar la caña, hasta ser la húmeda tierra.
Pero no es de ti de quien debo hablar sino de la sorda persecución
que he proseguido hoy de mi oído a mi otro oído.
De oreja a oreja corro cuando llego más lejos.
La sorda persecución de la cólera.
Y tú duermes.
Descansas simulando agitar con tu respiración el viento.
De oreja a oreja corro;
nada puede detener mi marcha; nada la olvida.
Y no escucho la única palabra que podría detener este
silencio desflorado.
(Tú duermes.
Acaricias el borde de mi cuerpo,
simulando.)
De oreja a oreja.
Nada puede traspasar un silencio que de oreja a oreja
corre protegido por el pabellón vegetal de su sordera.