Era ya noche en Judea,
contaba un niño pastor
cuando al pasar junto a un pueblo
un bebé me sonrió.
No fue una sonrisa hueca,
ni fue un gesto juguetón.
Tampoco mostraba queja
aunque muy pobre nació.
Fue una sonrisa perfecta
que… ¡estaba llena de Amor!
Pero al verlo tan humilde,
durmiendo sobre un cajón,
me llegué a sentir muy triste.
Y tan gran pena me dio
que, aprovechando un despiste,
lo tomé como un ladrón
para llevarlo conmigo
y poder darle algo mejor.
Cuando, al momento siguiente,
Su madre ya no lo vio
fue a buscarlo entre la gente,
mas tampoco lo encontró.
Preocupada por su suerte
casi moría de dolor
Y llorando dulcemente
entre lágrimas cantó:
‘¿Quién apagó las estrellas
llevándose su color?
¿Quién nos ha dejado a oscuras
robando a quien hizo el sol?
¿Quién prefiere andar perdido
y no tener Salvador?
¿Quién se ha llevado a mi Niño?
¿Quién ha robado al Señor?’
Viendo que allí lo querían
tan bien como lo haría yo,
aunque el miedo me vencía,
tuve que hacer confesión:
“Yo me lo llevé un ratito,
lo guardé en mi corazón,
para decirle bajito:
Niño, te quiero un montón.”
La madre, con gran alivio,
sonriendo respondió:
‘Para hacer eso, cariño,
no hay que secuestrar a Dios;
basta con que lo compartas
con cuanta más gente, mejor.
Y que, allá donde tú vayas,
hagas bien y des amor.’
Yo, que aún era pequeño,
aprendí bien la lección.
Y desde entonces recuerdo
que ese Niño, que era Dios,
No solo me amó primero,
sino que me hizo mejor.