¿Quién tan tarde cabalga en la ventosa noche?
Un padre con su hijo, a lomos del corcel
bien cogido lo lleva en sus brazos, seguro
y caliente al recaudo de su regazo fiel.
-Hijo mío, por qué escondes así triste tu rostro?
-¿Es que el rey de los silfos, oh padre, tú no ves?
¿De los silfos el rey con su corona y manto?
-¡Es la bruma, hijo mio, quien eso te hace ver!
¡Oh lindo niño, anda, ven conmigo ligero!
Verás que alegres juegos allí te enseñaré
¡y qué flores tan raras en mi orilla florecen,
y qué doradas vestes mi madre sabe hacer!
-Padre mío, padre mío, ¿no oyes tú las promesas
con que el rey de los silfos me pretende atraer?
-No hagas caso, hijo mío, que es el cierzo que agita
de la agostada fronda del bosque la aridez.
-Lindo niño, ¿no quieres venir a mi palacio?
Te aguardan mis hermosas hijas bajo el dintel.
Por turno en la alta noche arrullarán tu sueño
y sus danzas y cantos sabrán entretejer.
-Padre mío, padre mío, ¿no ves allá en la sombra
las hijas del monarca bellas resplandecer?
-Hijo mío, no hagas caso, es la vaga espesura;
no hay nada sino eso, que lo distingo bien.
-Lindo niño, me encanta tu belleza divina;
si no de grado vienes, la fuerza emplearé,
-¡Padre mío, padre mío, mira cómo me coge;
daño me hacen sus manos; padre, defiéndeme!
Siente temor el padre y su bridón aguija;
contra su pecho aprieta al lloroso doncel;
de su casona el atrio por fin alcanzar logra.
Mira, y muerto al instante entre sus brazos ve.