En un chispazo de orgullo,
o de dignidad (y creo
que quizás fué de amor propio)
la eché en cara mi desprecio.
Ella quiso disculparse,
quiso defenderse, pero
yo no la escuché y entonces
su boca guardó silencio.
Calló su boca y hablaron
sus ojos. ¡Lo que dijeron
esos adorados ojos
en su mirar altonero!
Aún me parece mirarlos.
Me parece que aún siento
cómo rasgo mi alma el filo
de esa mirada de hielo.
Y nos separamos. Ella,
dominando en un esfuerzo
de valentía el desmayo
de su alma y de su cuerpo.
Yo con las pupilas húmedas
y con un nudo en el pecho,
sin saber adonde iría,
tambaleando como un ebrio.
Y poco a poco, a medida
que caminaba y más lejos
veía su casa muda,
más crecía mi tormento.
Era un dolor cruel, como
si me arrancaran los nervios.
Era como si mi alma
se hubiera quedado dentro
de aquella casa querida
y al alejarse mi cuerpo
tirara de ella y sus fibras
fuera una a una rompiendo!
* * *
Pasan y pasan los días
y no pasa mi tormento:
mi alma sigue allá prendida
y tira de ella mi cuerpo.
Y es una angustia constante,
y es un padecer eterno
y es un sufrir sin alivio
y es un dolor sin consuelo.
Continuamente en mis labios
está el sabor de sus besos;
continuamente me embriaga
el aroma de su cuerpo.
Para ella, al despertar,
es mi primer pensamiento:
y estoy en ella pensando
a toda hora y momento.
Cuando por la noche apago
la lámpara, en ella pienso
y en el fondo de la sombra
la ven mis ojos abiertos.
La ven mis ojos, erguido
el alto y hermoso cuerpo,
tan bella como la Virgen
María que está en los cielos.
Y hallo que mi almohada es dura
y helada, helada la siento
porque una vez mi cabeza
recliné sobre su seno.
Y cuando desfallecido
de sufrir los ojos cierro,
mi espíritu está con ella
y ella está en todos mis sueños.
* * *
Maldito orgullo y maldita
dignidad de aquel momento!
Creí que ya no la amaba
y estoy por su amor muriendo…