El secreto de Gabriel Ferrater

Llegará el día más largo de algún larguísimo
verano. Muy de mañana, antes que el teléfono
llame a la playa o al bosque, nos iremos.
Entre el vaho de las calles recién regadas
atravesaremos la ciudad, hasta tomar
el tren más lento que salga. Bajaremos
en la tercera estación, en un pueblo
de tierra sin verdes. El disco rojo
de una taberna nos dará la señal.
Creeremos. Nos sentaremos, y todo el día,
sin mirar mientras nos miran, beberemos
la tibia cerveza del silencio.
Volveremos bien seguros de que ningún recuerdo
ha entrado en nosotros. Cuando encontremos
al primer amigo y, dentro de un bar encendido
de voces y manos, comprendamos que ese día
ha sido el del prodigio, que se han dicho
la palabra sencilla de los justos, y que los unos
han sabido creer a los otros cuando negaban
las horas de tantos años, y todos ríen,
reiremos también, y guardaremos el secreto.
Y más que nunca, cuando les llegue el tormento
del desgarrón del puro anochecer (cuando pisaran
caretas, y la piel al descubierto
les dijera todo el asco de cómo eran
antes: tal como habrán vuelto a ser)
y se hermanen todos dentro del odio mutuo,
callaremos. Que no sepa nadie
que no dijimos ni sentimos nada. Que puedan
odiarnos también, fraternalmente.