Escucho cada noche cómo una voz purísima,
el muchacho tristísimo que cada tarde muere,
me invita a huir, señalando
con la mirada el mar, el mar, el mar.
Domingo F. Faílde
Cojo el tren.
Cojo el tren de la tarde con la mano,
con la mirada sola.
Sola, yo, cojo ese tren vacío que me acerca.
Que me derrama y grita en cada vía.
Que me aleja de ti sin la distancia.
Te veo en la ventana de la sombra
de este tren que ahora pasa y se lleva mi cuerpo
y solamente yo, la que no existo, grito.
Y me quedo sentada en la penumbra
-la verde cristalera de este tren que me conduce,
me zarandea, dice, va gritando tu nombre y sus palabras
son el último humo de la tarde-.
El paisaje, este último y verde y armonioso
paisaje de la tarde
-paisaje como un río de la nada-,
paisaje, en la ventana de invisibles ventalles donde me alojo sola.
Estoy flotando contra tu nombre solo que repite:
-Yo soy la sola tarde de tu vida.
Y, ahora, te amaría
-cuando me veo sola en este tren
y mi cuerpo es el cuerpo que te busca
y no sé ya de mí, porque te supe
y nada ha vuelto ya a ser de otra manera-.
Y ahora dejaría mis manos en tus ojos
y ese tren viajero que llevo entre mis dedos,
junto a tus labios verdes de paisaje.
Y ahora, yo, la sola, la deseante en ti
-esa mujer que mira en tu ventana y tu paisaje
vuelve hasta hacerle sombra-,
esa mujer de ayer -con el pelo más negro-,
la mirada encendida como casa,
la boca a dos vertientes, como un techado ardiente,
deja su rosa ahí, en medio del paisaje. Y ese tren
que la acerca y la aleja y no es el cuerpo,
el que tiene rendido contra un árbol
que ahora es un árbol solo donde ha escrito tu nombre
-con palabras de sangre, solamente, está escrito tu nombre-,
ese tren que la lleva a tu recuerdo solo y la destruye,
ese tren que ahora ella va dejando en tus manos
como un viejo juguete de hojalata -para que tú te rías,
le enciendas tus dos ojos y la beses-,
ahora mismo, ese tren, está abriendo sus puertas,
se para de repente y se detiene
y te invita a subir, y se detiene
y ahora ya ella está adentro y se detiene
y se posa en tus labios, se detiene,
te dice que es el tren y se detiene,
es el último árbol de la tarde -detenido-,
la última ventana de la vida. Y se detiene
hasta que tú la tomes,
la apreses en tus brazos. Se detiene
y no quiere más vida. Se detiene
sin más rostro que el tuyo. Se detiene
y se sabe parada en tu sonrisa. Se detiene
porque sabe que, al fin, es ella el tren
y te lleva a su cuerpo. Se detiene
ese cuerpo desnudo que abandonó hace tiempo. Se detiene,
y ahora te abre sus puertas detenidas.