El vigilante de la nieve de Antonio Gamoneda

1

El vigilante fue herido por su madre;

describió con sus manos la forma de la tris-
teza y acarició cabellos que ya no amaba.

Todas las causas se aniquilaban en sus ojos.

2

En la ebriedad le rodeaban mujeres, som-
bra, policía, viento.

Ponía venas en las urces cárdenas, vértigo
en la pureza; la flor furiosa de la escarcha
era azul en su oído.

Rosas, serpiente y cucharas eran bellas
mientras permanecían en sus manos.

3

Vigilaba la serenidad adherida a las som-
bras, los círculos donde se depositan flores
abrasadas, la inclinación de los sarmientos.

Algunas tardes, su mano incompensible
nos conducía al lugar sin nombre, a
la melancolía de las herramientas abando-
nadas.

4

Fingía un rostro en el aire (hambre y marfil
de los hospitales andaluces); en la extremi-
dad del silencio, él oía la campanilla de los
agonizantes. Nos miraba y nosotros sentía-
mos la desnudez de la existencia. Velozmente,
abría todas las puertas y derramaba el vino so-
llozando, nos mostraba las botellas vacías.

5

Cada mañana ponía en los arroyos acero y
lágrimas y adiestraba a los pájaros en la
canción de la ira: el arroyo claro para la hi-
ja dulcemente imbécil; el agua azul para la
mujer sin esperanza, la que olía a vértigo y
a luz, sola en el albañal entre banderas
blancas, fría bajo la sarga y los párpados ya
amarillos de amor.

6

Era incesante en la pasión vacía. Los perros
olfateaban su pureza y sus manos heridas
por los ácidos. En el amanecer, oculto entre
las sebes blancas, agnizaba ante las carre-
teras, veía entrar las sombras en la nieve,
hervir la niebla en la ciudad profunda.

7

Venían sombras, animales húmedos que res-
piraban cerca de su rostro. Vio la grasa ful-
gir en las lavandas y la dulzura negra en las
bodegas terrestres.

Era la festividad: luz y azafrán en las coci-
nas blancas; lejos, bajo guirnaldas polvo-
rientas, rostros en la tristeza del carburo,

y su gemido entre los restos de la música.

8

El vino era azul en el acero (ah lucidez del
viernes) y dentro de sus ojos. Suavemente,
distinguia las causas infecciosas: grandes
flores inmóviles y la lubricidad, la cinta ne-
gra en el silencio de las serpientes.

9

En su canción había cuerdas sin esperanza:
un son lejano de mujeres ciegas (madres
descalzas en el presidio transparente de la
sal).

Sonaba a muerte y a rocío; luego, tañía ca-
ñas negras: era el cantor de las heridas. Su
memoria ardía en el país del viento, en la
blancura de los sanatorios abandonados.

10

Era veloz sobre la yerba blanca.

Un día sintió alas y se detuvo para escuchar
en otra edad. Ciertamente, latían pétalos
negros, pero en vano: vio a los duros zorza-
les alejarse hacia ramas afiladas por el in-
vierno

y volvió a ser veloz sin destino.

11

Era sagaz en la prisión del frío.

Vio los presagios en la mañana azul: los ga-
vilanes hendían el invierno y los arroyos
eran lentos entre las flores de la nieve.

Venían cuerpos femeninos y él advertía su
fertilidad.

Luego llegaron manos invisibles. Con exacta
dulzura, asió la mano de su madre.