Escribo casi a oscuras,
en las habitaciones
pequeñas de la casa, donde difícilmente
podría caber un hombre.
Me obstino en la palabra que se dice al oído,
que empaña los cristales,
que humedece los bordes de la página.
Presiento que un poema
es un ruido que se intuye a lo lejos,
la puerta que se abre al otro lado
de una misma ciudad.
Por eso cada noche,
después de que el cansancio
consigue disuadirme, dejo sobre la mesa
una vela encendida:
la lámpara votiva de una iglesia sin culto,
desprovista de imágenes.