Tú, hija clara del silencio, me dices
que si no sé callar, te puedo decir las cosas
que se han dicho siempre, y te escuchas
como la mano que sopesa el sol de invierno
y recibe la luz global y vaga, sin
reventarla en figuras y colores.
Tú, madre de los olvidos, no me solicitas
a soñar que podrás quererme
y a reunir trozos de mí para ponértelos
en el regazo, y ensalzarte la finura
del jarro que quizá tendremos entero
cuando me serenes el pulso que tiembla.
Tú, hermana indulgente, no ves en mí
cosas que te molesten para no verme,
y me tomas como una costumbre, abierto y vacío,
y vas por mí sin retirar nada,
con un instinto de mucho antes, sencillo
como lo es la sangre de los hombres y las mujeres.