Mi vicio, mi locura, mi alegría,
¡todavía muchacha!
Mi nunca suficientemente amada,
cámbiame los ojos si así quieres,
pónmelos de ira.
Es lo mismo. Me das vida.
Poemas de Gabriel Celaya
Tus gritos y mis gritos en el alba.
Nuestros blancos caballos corriendo
con un polvo de luz sobre la playa.
Tus labios y mis labios de salitre.
Nuestras rubias cabezas desmayadas.
Tus ojos y mis ojos,
tus manos y mis manos.
Yo me siento. Tú te sientes. Nos sentimos,
estamos juntos. Somos
terriblemente dichosos,
como el cielo siempre azul, como el espanto,
como la luz que es la luz,
como el espacio.
Si ahora me preguntaran por qué estoy tan contento,
diría: «Porque soy.»
Y al decirme sería un poco menos.
En la alcoba sombría,
entre fríos basaltos,
el vientre monumental y luminoso
de una estatua de mármol.
La lluvia adormecía los secretos
y pulsaba tensas cuerdas
en el arpa del silencio,
mientras un ángel, envuelto
en un nimbo deslumbrante de misterio,
acariciaba con un gesto indiferente
los senos de las diosas.
Andrés, aunque te quitas la boina cuando paso
y me llamas «señor», distanciándote un poco.
reprobándome veo que no lleve corbata,
que trate falsamente de ser un tú cualquiera,
que cambie los papeles tú por tú, tú barato,
que no sea el que exiges el amo respetable
que te descansaría,
y me tiendes tu mano floja, rara, asusta
como un triste estropajo de esclavo milenario,
no somos dos extraños.
Amigo Blas de Otero: Porque sé que tú existes,
y porque el mundo existe, y yo también existo,
porque tú y yo y el mundo nos estamos muriendo,
gastando nuestras vueltas como quien no hace nada,
quiero hablarte y hablarme, dejar hablar al mundo
de este dolor que insiste en todo lo que existe.
No cojas la cuchara con la mano izquierda.
No pongas los codos en la mesa.
Dobla bien la servilleta.
Eso, para empezar.
Extraiga la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece.
¿Dónde está Tanganika? ¿Qué año nació Cervantes?
Le pondré un cero en conducta si habla con su compañero.
Te escribo desde un puerto.
La mar salvaje llora.
Salvaje, y triste, y solo, te escribo abandonado.
Las olas funerales redoblan el vacío.
Los megáfonos llaman a través de la niebla.
La pálida corola de la lluvia me envuelve.
Te escribo desolado.
Levanta tu edificio. Planta un árbol.
Combate si eres joven. Y haz el amor, ¡ah, siempre!
Mas no olvides al fin construir con tus triunfos
lo que más necesitas: Una tumba, un refugio.
(CÓMO VAS MURIENDO)
Cuéntame cómo vives;
dime sencillamente cómo pasan tus días,
tus lentísimos odios, tus pólvoras alegres
y las confusas olas que te llevan perdido
en la cambiante espuma de un blancor imprevisto.
Cuéntame cómo vives.
Quizás, cuando me muera,
dirán: Era un poeta.
Y el mundo, siempre bello, brillará sin conciencia.
Quizás tú no recuerdes
quién fui, mas en ti suenen
los anónimos versos que un día puse en ciernes.
Quizás no quede nada
de mí, ni una palabra,
ni una de estas palabras que hoy sueño en el mañana.
Y al fin reina el silencio.
Pues siempre, aún sin quererlo,
guardamos un secreto.
Nosotros somos quien somos.
¡Basta de Historia y de cuentos!
¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos.
Ni vivimos del pasado,
ni damos cuerda al recuerdo.
Somos, turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos.
Cuando llueve y reviso mis papeles, y acabo
tirando todo al fuego: poemas incompletos,
pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,
fotografías, besos guardados en un libro,
renuncio al peso muerto de mi terco pasado,
soy fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego,
y así atizo las llamas, y salto la fogata,
y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
¿no es la felicidad lo que me exalta?
Iban los dos vestidos con descaro
minifalda, melenas
cogidos de la mano,
tan jóvenes que casi daban miedo,
tan absortos en un cero
que, aunque no se veían, les unía absolutos
algo fieramente puro.
Iban a cualquier parte cogidos de la mano.