Otros son los muertos. Flotan
en el silencio del mediodía, nostálgicos
de la saciedad y la sed. Se alejan,
no se alejan Tienen ojos que no usan,
manos que no acarician, por gusto
o temor, la pétrea materia verdinegra.
Otros llevan lámparas apagadas,
visten raídos capotes, esgrimen escudos rotos.
Nos abrazamos y es luz, retamas hasta el horizonte,
asentado presente. Entonces,
es la respiración de cada hierba
apretada contra otra hierba
o solitaria, lo que se manifiesta,
nos alcanza y atraviesa,
torna de a poco y de nuevo madera
a lo que era apenas aserrines dispersos en el aire.
1
Pensar el mar, ante paredes de piedra,
el mar inundando las esquinas,
las casas, los cuartos donde se ama o mata.
Bajo el agua, una luz.
Iluminado, alguien flota entre papeles y tintas negras, rojas.
El mar es cuanto se sabe y no,
inteligencia y catástrofe, aislamiento y cortejo;
una respiración antigua, una cópula sin medida,
lo ancho, lo balsámico y lo cruel,
lo que muere y se convierte en sólo fondo.
Allí van a dar los restos de algún dios, de la lluvia.
No hay otro modo de llegar a Jerusalén
– dijeron –
pero, ¿quién es capaz de tal cansancio?
2
¿Y por qué llorar a los muertos?
¿Por qué soñar y despertar y volver a soñar?
¿Cómo obtener abrigo
mientras el día queda siempre del otro lado,
las ramas se amontonan en un rincón del patio?
Enciende un fuego bajo un cielo que huye.
Arma una pasión con hojas, cáscaras, palos.
Solo, entre pequeñas bestias que amamantan
y maduran para la gravedad y no para el vuelo.
¿Una piedra puede florecer? ¿Qué espera,
entonces, qué hace allí, sucio, desnudo?
De lado a lado, ventanas apenas iluminadas,
detrás, una marca, la vejez, la costumbre.