Quien conozca los vientos, quien de la lejanía
haga una voz donde guardar memoria,
quien conozca la piel de su desnudo
como conoce el rastro de su nombre,
y no le tenga miedo, y le acompañe
más allá del invierno encerrado en sus sílabas,
quien todo lo decida sin la noche,
de golpe, como un beso,
que suba entre la niebla por el puente,
que le roce los dedos a su propio vacío,
que salga al mar, que pierda
el temor de alejarse.
En la debilitada
sombra violeta de las olas,
mientras se van hundiendo con el puerto
los antiguos letreros y las luces,
flotarán esperando
nuestras conversaciones en el agua.
Serán el obligado desengaño
que con la brisa caiga desde la arboladura,
devolviendo al recuerdo
la tempestad de hablar
o palabras partidas como mástiles.
Porque los sueños dejan
igual que los naufragios algún resto,
con maderas y cuerpos hundidos en las sábanas,
llenos de dominada libertad.
No es la ciudad inmunda
quien empuja las velas. Tampoco el corazón,
primitiva cabaña del deseo,
se aventura por islas encendidas
en donde el mar oculta sus ruinas,
algas de Baudelaire, espumas y silencios.
Es la necesidad, la solitaria
necesidad de un hombre,
quien nos lleva a cubierta,
quien nos hace temblar, vivir en cuerpos
que resisten la voz de las sirenas,
amarrados en proa,
con el timón gimiendo entre las manos.
Aléjate de allí, vayamos lejos,
sin la ilusión que llama desesperadamente,
sin el dolor que asume su decencia.
La piel, mi piel, los vientos
han preguntado tanto en las orillas,
tanto se han estrellado por ciudades y pechos,
que no conocen patrias ni las cantan,
no recuerdan naciones,
sólo pueblos.
Yo sé que su regreso
es el nuestro sin duda. Porque con voz humana,
como marinos viejos,
sobre el desdibujado dolor de sus espaldas,
vendrán para decirnos:
es el tiempo,
dejémonos volver con la marea.
El coraje y la fuerza del crepúsculo
os llevarán al fondo de lo ya conocido,
y veremos fragatas sobre los charcos negros,
pero la silueta desdoblada de un niño
no será frágil ni tendrá cansancio.
Así, después del viaje,
sorprendidos y mudos delante del fantasma,
mientras surgen despacio con el puerto
los antiguos letreros y las luces,
oiremos la canción de los que llegan,
de los que pisan tierra cuando han sido
durante muchos días esperados.
Y el mar, el dulce mar tan trágico,
a su propia distancia sometido,
sabrá dejar escrito
que el viaje nunca fue nuestro tesoro,
ni tampoco el dolor famoso en los poemas,
sino los sueños puestos en la calle,
los lechos y su bruma,
al despertar de tantas noches largas
donde sólo pudimos presentir,
hablar de los deseos en la sombra.
Al lado de tu pelo, capital de los vientos,
la historia en dos, el ruido de las lágrimas,
tienen que ser pasado necesario,
alejada miseria,
cosas para contar después de algunos años,
si es que alguien pregunta por nosotros.
Aunque también, y necesariamente,
entre la baja noche y esta casa
donde suelo escribir,
yo esperaré los labios
que con llamada extraña de nuevo me pregunten:
¿Prisionero de amor, para quién llevas
un hombro de cristal y otro de olvido?