Triste, mendigo, ciego cual Hornero,
Ipandro a su montaña se retira,
sin más tesoro que su vieja lira,
ni báculo mejor que el de romero.
Los altos juicios del Señor venero,
y al que me despojó vuelvo sin ira
de mi mantel pidiéndole una tira,
y un grano del que ha sido mi granero.
¿A qué mirar con fútiles enojos
a quien no puede hacer ni bien ni daño,
sentado entre sus áridos rastrojos,
y sólo quiere en su octagésimo año,
antes que acaben de cegar sus ojos
morir apacentando su rebaño?