Aunque no las conozco
sino como rumores
engarzados en vértigos de espuma,
lo confieso, señores:
me acontece pensar en las ballenas
-azules, negras, blancas, grises-
de Baja California.
Me gusta presentirlas
desde mi balcón macilento
y calcular tan onerosos viajes
al son de su canción arcaica.
Me gusta, caballeros,
saberlas pensativas en caminos de sal:
monumentos inmersos
o retirados estímulos
a la burbuja de nuestro destino.
Mis ballenas no son los símbolos del sueño
de Jonás o de Melville;
sí las vivas hipérboles que fluyen regalándose
al inefable juego submarino;
las ballenas, ballenas cuya música
ignoramos de dónde viene y adónde va;
las islas que danzan así, rumbosas
respuestas de las unas a las otras,
al abrir sus pétalos el tiempo.
Dizque por momentos
-oídlo bien-
perentorios ángeles de la guarda
suelen empujarlas
ahí mismo,
con gruesa sílaba de viento
y la merecida solemnidad
a derramar al fin su nombre,
sólo para ellas insignificante,
sobre las arenas de la bahía.