Vine hasta aquí para escuchar la voz,
la voz que según dicen nos habla desde dentro
y endulza la verdad si la verdad
merece una degustación serena,
o la hace más amarga si es amarga,
con sólo pronunciar la negra hiel
que ha reposado intacta entre sus sílabas.
Vine hasta aquí para escuchar la voz
que no sabe, ni quiere, ni podría engañarnos.
Elegí este lugar de belleza imprevista.
(Llegué hasta él casualmente un día de abril
por el que navegaban nubes grandes,
manchas oscuras sobre el suelo, pruebas
acaso necesarias de que la luz habita
entre nosotros: esa transparencia
que olvidamos y que es, al mismo tiempo,
difícil y evidente.)
Diré por qué es tan bello este lugar:
forma un valle cerrado entre montes boscosos,
un circo escueto que circundan peñas
rojizas, donde el viento es un cuervo
delicado aunque fúnebre;
los hombres han arado su parte más profunda,
y allí crece el olivo y unos pocos almendros
y un ciprés y una acacia; las sombras del pinar
asedian desde entonces las lindes de estos campos,
su yerba luminosa, y el pedregal resiste
como un altar al sol; todo tiene una pátina
de realidad, un ansia, un prestigio remoto.
Porque creí que este silencio era
igual al de una estancia solitaria,
vine a escuchar la voz que desde dentro
nos habla de nosotros mismos. Pero
pasa el tiempo y escucho solamente
la prisa del lagarto que escapa de mi lado
y el vuelo siseante de la abeja,
no mi voz interior.
Todo es externo.
Y las palabras vienen
a mí y en mí se dicen ellas solas:
la ladera encendida bajo la nube exacta,
el bronce del lentisco,
una roca que el liquen acaricia…
Lo íntimo es el mundo. Con su callado oxígeno
sofoca sin remedio la voz que quiere hablar,
la disuelve, la absorbe.
He venido hasta aquí para escucharme
y todo lo que alienta o es presente
me ha hecho enmudecer para decirse.