La ira de Dios de Oscar Portela

Si el corazón como un durazno seco
y sin vitales sabias, y el verano, como un buitre
que sin cesar golpea las puertas del destino
para recordarnos, que sólo sombras errantes somos,
recuerdos de un pasado aferrado a la pequeña inmortalidad
del deseo (ser no es querer perseverar en su ser Spinoza, no),
sino desaparecer, trasponiendo umbrales, ir más allá,
del otro lado, porqué siempre existe lo abierto y el
vuelo de lo abierto -lo sabe el pájaro, si, lo sabe-,
y el deseo jugando en ese espacio, también abierto
de otra memoria más profunda que esta.
¡Ay Thanatos! Si Eros quiere profundidad
aún en tus pasadizos y sombras, por lo que preferimos
pasar, y contemplar admirados a la doncella de rizos
de oro, sonriendo bajo las aguas y los saucos,
ofreciéndonos el cáliz del olvido, abriéndonos las puertas
a los cielos más leves y a los aires más puros,
mientras dos ángeles nos sostienen junto al abismo
que ya no abismo sino caer levísimos hacia arriba,
mientras los dioses nos sonríen, a través de la pequeñísima
‘inmortalidad’ del deseo donde se disgrega el ser y el
tiempo deja caer sus dardos sobre nuestras almas.