La mujer de piedra de Gustavo Adolfo Bécquer

(Fragmento)

Yo tengo una particular predilección hacia todo lo que no puede vulgarizar el contacto o el juicio de la multitud indiferente. Si pintara paisajes, los pintaría sin figuras. Me gustan las ideas peregrinas que resbalan sin dejar huella por las inteligencias de los hombres positivistas, como una gota de agua sobre un tablero de mármol. En las ciudades que visito busco las calles estrechas y solitarias: en los edificios que recorro los rincones oscuros y los ángulos de los patios interiores donde crece la yerba, y la humedad enriquece con sus manchas de color verdoso la tostada tinta del muro; en las mujeres que me causan impresión, algo de misterioso que creo traslucir confusamente en el fondo de sus pupilas, como el resplandor incierto de una lámpara que arde ignorada en el santuario de su corazón, sin que nadie sospeche su existencia; hasta en las flores de un mismo arbusto creo encontrar algo de más pudoroso y excitante en la que se esconde entre las hojas y allí, oculta, llena de perfume el aire sin que la profanen las miradas. Encuentro en todo ello algo de la virginidad de los sentimientos y de las cosas.
Esta pronunciada afición degenera a veces en extravagancia y sólo teniéndola en cuenta podrá comprenderse la historia que voy a referir.
I
Vagando al acaso por el laberinto de calles estrechas y tortuosas de cierta antigua población castellana, acerté a pasar cerca de un templo en cuya fachada el arte ojival y el bizantino, amalgamados por la mano de dos centurias, habían escrito una de las páginas más originales de la arquitectura española. Una ojiva, gallarda y coronada de hojas de cardo desenvueltas, contenía la redonda clave del arco de la iglesia, en la que el tosco picapedrero del -siglo XII dejó esculpidas, en interminables hileras de figuras enanas y características de aquel siglo, las más extrañas fantasías de su cerebro, rico en leyendas y piadosas tradiciones. Por todo el frente de la fachada se veían, interpolados con un desorden, del cual no obstante resultaba cierta inexplicable armonía, fragmentos de arcadas románicas incluidas en lienzos de muro, cuyos entrepaños dibujaban las descarnadas líneas de los pilares acodillados, con sus basas angulosas y sus capiteles de espárrago, propios del género gótico; trozos de molduras compuestas de adornos circulares combinados geométricamente que se interrumpían a veces para dejar espacio a la ornamentación afiligranada y ondeante de una ventana de arco apuntado, enriquecido de figurinas más airosas y altas, y adornada de vidrios de colores.
Adonde quiera que se fijaban los ojos, podían observarse detalles delicados de los dos géneros a que pertenecía el edificio y muestras de la feliz alianza con que la generación posterior supo, imprimiéndole su sello especial, conservar algo de la fisonomía y el espíritu severo y sencillo en su tosquedad, del primitivo monumento.
Siguiendo una invariable costumbre mía, después de haber contemplado atentamente la fachada del templo, de haber abarcado el conjunto del pórtico, con la cuadrada torre bizantina y las puntas de las agudas flechas ojivales que coronaban, flanqueándola, la cúpula de la nave central, comencé a dar vueltas alrededor de su recinto, inspeccionando sus muros, que ora, se presentaban en lienzos de prolongadas líneas, ora se escondían tras algunas miserables casuquillas adosadas a los sillares, para asomar mar a lo lejos sus dentelladas crestas por cima de los humildes tejados. A poco de comenzada esta minuciosa inspección de la parte exterior del templo, y habiendo cruzado por debajo de un pasadizo cubierto que, a manera de puente, unía la iglesia a un antiguo edificio contiguo a ella, me encontré en una pequeña plaza de forma irregular, cuyo perímetro dibujaban por un lado la antiquísima portada de un palacio en ruinas, y por otro las altas y descarnadas tapias del jardín de un convento; ocupando el resto y cerrando el mal trazado semicirlo de aquella placeta sin salida, parte de la vetusta muralla romana de la población y el ábside del templo que acababa de admirar, ábside maravilloso de color y de formas, y en el cual, satisfecho sin duda el maestro que lo trazó, al verle tan gallardo y rico de líneas y accidentes, empleó para ejecutarle los más hábiles artífices de aquella época, en que era vulgar labrar la piedra con la exquisita ligereza con que se teje un encaje.
Por grande que sea la impresión que me causa un objeto, expuesto de continuo a la mirada del vulgo, parece como que la debilita la idea de que aquella impresión tengo que compartirla con muchos otros. Por el contrario, cuando descubro un detalle o un accidente que creo ha pasado hasta entonces desapercibido, encuentro cierta egoísta voluptuosidad en contemplarle a solas, en creer que únicamente para mí existe guardado, para que yo lo aspire y goce un delicado perfume de virginidad y misterio. Al encontrar en el ángulo de aquella pequeña plaza, cuyo piso cubierto de menuda yerba indica bien a las claras su soledad continua, el cubo de piedra, flanqueado de arbotantes terminados en agudos pináculos de granito, que constituía el ábside o parte posterior del magnífico templo, experimenté una sensación profunda, semejante a la del avaro que, removiendo la tierra, encuentra inopinadamente un tesoro. Y en efecto, para un entusiasta por el arte, aquel armonioso conjunto de líneas elegantes y airosas, aquella proporción de ojivas rasgadas y llenas de delicadas tracerías, por entre cuyos huecos se dibujaban confusamente los vidrios de color, enriquecidos de imágenes, hojas revueltas y blasones heráldicos, junto con las grandes masas de sombra y luz que ofrecían los pilares, al presentarse iluminados de una claridad dorada, mientras bañaban los muros con sus anchos batientes azulados y ligeros, constituían una verdadera maravilla.
Largo rato estuve contemplando obra tan magnífica, recorriendo con los ojos todos sus delicados accidentes y deteniéndome a desentrañar el sentido simbólico de las figurillas monstruosas y los animales fantásticos, que se ocultaban o aparecían alternativamente entre los calados festones de las molduras. Una por una admiré las extrañas creaciones con que el artífice había coronado el muro para dar salida a las aguas por las fauces de un grifo, de una sierpe, de un león alado o de un demonio horrible con cabeza de murciélago y garra de águila; una por una estudié asimismo las severas y magníficas cabezas de las imágenes de tamaño natural que, envueltas en grandes paños, simétricamente plegados, custodiaban inmóviles el santuario, como centinelas de granito, desde lo alto de las caladas repisas que formaban, al unirse y retorcerse entre sí las hojas y los nervios de los pilares exteriores. Todas ellas pertenecían a la mejor época del arte ojival ofreciendo en sus contornos generales, en la expresión de sus rostros y en la propia y acentuada plegería de sus ropas el modelo perfecto del misterioso canon establecido por los ignorados escultores que, siguiendo una tradición que arranca de las logias germanas, poblaron de un mundo de piedra las catedrales de toda la Europa.
Heraldos con blasonadas casullas, ángeles con triples alas, evangelistas, patriarcas y apóstoles llamaban hacia sí, por sus imponentes o graciosas formas, por sus cualidades de ejecución o de gallardía, la atención y el estudio del que los contemplaba; pero y entre todas estas figuras una fue la que logró impresionarme con una impresión semejante a la que al descubrirlo me produjo el ábside de la iglesia: una figura que parecía reconcentrar todo el interés de aquella máquina maravillosa, para la cual parecía levantada la mejor y más hermosa parte del monumento como pedestal de una estatua o marco de un cuadro de la cual podía decirse era la pudorosa flor que, escondida entre las hojas, perfumaba de misterio y poesía aquella selva petrificada y apocalíptica, en cuyo seno y por entre las guirnaldas de acanto, los tréboles y los cardos puntiagudos pululaban millares de criaturas deformes, reptiles, sierpes, trasgos y dragones con alas membranosas e inmensas.
Yo guardo aún vivo el recuerdo de la imagen de piedra, del rincón solitario, del color y de las formas que armoniosamente combinadas formaban un conjunto inexplicable; pero no creo posible dar con la palabra una idea de ella, ni mucho menos reducir a términos comprensibles la impresión que me produjo.
Sobre una repisa volada, compuesta de un blasón entrelazado de hojas y sostenido por la deforme cabeza de un demonio, que parecía gemir con espantosas contorsiones bajo el peso del sillar, se levantaba una figura de mujer esbelta y airosa. El dosel de granito, que cobijaba su cabeza, trasunto en miniatura de uno de esas torres agudas y en forma de linterna que sobresalen majestuosas sobre la mole de las catedrales, bañaba en sombra su frente. Una toca plegada recogía sus cabellos de los cuales se escapaban dos trenzas, que bajaban ondulando desde el hombro hasta la cintura, después de encerrar como en un marco el perfecto óvalo de su cara. En sus ojos modestamente entornados parecía arder una luz que se transparentaba al través del granito; su ligera sonrisa animaba todas las facciones del rostro de un encanto suave, que penetraba hasta el fondo del alma del que la veía, agitando allí sentimientos dormidos, mezcla confusa de impulsos de éxtasis y de sombras de deseos indefinibles…
El sol, que doraba las agudas flechas de los arbotantes, que arrojaba sobre el templo el dentellado batiente de las almenas del muro y perfilaba de luz el ennegrecido y roto blasón de la casa solariega, que cerraba uno de los costados de la plaza, comenzó poco a poco a ocultarse detrás de una masa de edificios cercanos. Las sombras tendidas antes por el suelo y que insensiblemente se habían ido alargando hasta llegar al pie del ábside, por cuyos lienzos subían como una marea creciente, acabaron por envolverle en una tinta azulada y ligera. La silueta oscura del templo se dibujó vigorosa sobre el claro cielo del crepúsculo que se desarrollaba a su espalda limpio y transparente como esos fondos luminosos que dejan ver por un hueco las tablas de los antiguos pintores alemanes. Los detalles de la arquitectura comenzaban a confundirse, los ángulos perdían algo de la dureza de sus cortes a bisel, las figuras de los pilares se dibujaban indecisas, como fantasmas sin consistencia, envueltas en la oscuridad que arrojaban sobre ellas los monumentales doseles.
Inmóvil, absorto en una contemplación muda, yo permanecía aún con los ojos fijos en la figura de aquella mujer, cuya especial belleza había herido mi imaginación de un modo tan extraordinario.
Parecíame a veces que su contorno se desfumaba entre la oscuridad, que notaba en toda ella como una imperceptible oscilación, que de un momento a otro iba a moverse y adelantar el pie que se asomaba por entre los grandes pliegues de su vestido al borde de la repisa.
Y así estuve hasta que la noche cerró por completo. Una noche sin luna, sin más que una confusa claridad de las estrellas que apenas bastaba a destacar unas de otras las grandes masas de construcción que cerraban el ámbito de la plaza. Yo creía, no obstante, distinguir aún la imagen de la mujer entre las tinieblas. Mas no era verdad. Lo que veía de una manera muy confusa era el reflejo de aquella visión, conservada por la fantasía, porque cuando me separé de allí aún creía percibirla flotando delante de mí entre las espesas sombras de las torcidas calles que conducía a mi alojamiento.

II
Por qué durante los catorce o quince días que llevaba de residencia en aquella población, aunque continuamente estuve dando vueltas sin rumbo fijo por sus calles, nunca tropecé con aquella iglesia y aquella plaza, y desde la tarde en que la descubrí, todos los días fuera el que fuese el camino que emprendiera siempre iba a dar a aquel sitio, es lo que yo no podré explicar nunca, como nunca pude darme razón cuando muchacho por qué para ir a cualquier punto de la ciudad donde nací eran preciso pasar antes por la casa de mi novia.
Pero ello era que unas veces de propósito hecho, otras por casualidad, ya porque por las mañanas se tomaba bien el sol contra la tapia del convento, ya porque al caer la tarde de un día nebuloso y frío se sentía allí menos el embate del aire diariamente, y a todas horas podía encontrárseme frente al ábside de la iglesia, sentado en algunas piedras amontonadas al pie del arco de la antigua casa solariega, y con los ojos clavados en aquella figura que parecía atraerme así con una fuerza irresistible.
Más de una vez, deseando llevar conmigo un recuerdo de ella, intenté copiarla. Tantas como lo intenté rompí en pedazos el lápiz y maldije de la torpeza de mi mano, inhábil para fijar el esbelto contorno de aquella figura. Acostumbrado a reproducir el correcto perfil de las estatuas griegas, irreprochables de forma pero debajo de cuya modulada superficie cuando más se ve palpitar la carne y plegarse o dilatarse el músculo, no podía encontrar la fórmula de aquella estatua, a la vez incorrecta y hermosa, que sin tener la idealidad de forma del antiguo, antes por el contrario, rebosando vida real en ciertos detalles, tenía, sin embargo, en el más alto grado el ideal del sentimiento y la expresión. Inmóvil, las ropas cayendo a plomo y vistiendo de amplios partados de pliegues el tronco para detenerse, quebrando las líneas al tocar el pedestal, los ojos entornados, las manos cruzadas sobre un libro de oraciones, y el largo brial perdido entre las ondulaciones de la falda, podía asegurarse, hacía al menos el efecto de que debajo de aquel granito circulaba como un fluido sutil un espíritu que le prestaba aquella vida incomprensible, vida de idea sin movimiento y sin agitación, vida extraña que no he podido traslucir jamás en esas otras figuras, cuyas ropas mueve el aire al marchar, cuyas facciones se contraen o dilatan con una determinada expresión y que, a pesar de todo, son únicamente al tocar la meta de la perfección posible mármol que se mueve como un maravilloso autómata, sin sentir ni pensar.
Indudablemente la fisonomía de aquella escultura reflejaba la de una persona que había existido. Podían observarse en ella ciertos detalles característicos que sólo se reproducen delante del natural o guardando un vivísimo recuerdo. Las obras de la imaginación tienen muchos puntos de contacto entre sí. Hay una belleza típica y uniforme hacia la que, así en lo bueno como en lo malo, se nota la tendencia: el placer y el dolor, la risa y el llanto tienen expresiones especiales, consignadas por las reglas. La cabeza de aquella mujer rompía con todas las tradiciones, era hermosa sin ser perfecta; ofrecía rasgos tan propios como los que se notan en un retrato de la mano de un maestro, el cual tiene tanta personalidad, por decirlo así, que aun sin conocer el tipo a que se refiere, se siente la verdad de la semejanza. Cada mujer tiene su sonrisa propia y esa suave dilatación de los labios toma formas infinitas, perceptibles apenas, pero que les sirve de sello. La hermosa mujer de piedra que contemplaba extasiado, tenía asimismo una sonrisa suya, que le daba tal carácter y expresión que enamorarse de aquel gesto especial era enamorarse de aquella escultura, pues no sería posible hallar otra perfectamente semejante. Con los ojos entornados y los labios ligerísimamente entreabiertos parecía que pensaba algo agradable y que la luz de su pura e interior alegría se revelaba por medio de reflejos imperceptibles, como se acusa por la transparencia la luz que arde dentro de un vaso de alabastro. ¿Pero quién era aquella mujer? ¿Por qué capricho el escultor interrumpiendo la larga fila de graves personajes que rodean el ábside, había colocado en el sitio más escondido, es verdad, pero seguramente el que parecía más misterioso y como el santa santorum de toda la fábrica arquitectónica, aquella figura que tenía algo de ángel, pero que carecía de alas, que revelaba en su rostro la dulzura y la bondad de los bienaventurados, pe[ro que] no ostentaba sobre su cabeza el nimbo celeste [de los santos] y de los apóstoles? ¿Sería acaso recuerdo de una protectora del templo? No podía ser. Yo había visto posteriormente la oscura losa sepulcral que cubría los restos del fundador, prelado valeroso que contribuyó con un rey leonés a la reconquista de aquel pueblo, y en la capilla mayor a la sombra de un lucillo realzado de gótica crestería, había tenido igualmente ocasión de examinar las tumbas con estatuas yacentes de los ilustres magnates que en época posterior restauraron la iglesia, imprimiéndole el carácter ojival. En ninguno de estos monumentos funerarios encontré un blasón que tuviese siquiera un cuartel del que se veía en la repisa de la estatua del ábside. ¿Quién podría ser entonces? Es muy común encontrar en las portadas de las catedrales, en los capiteles de los claustros y las entre ojivas de la urna de los sepulcros góticos multitud de figuras extrañas, y que sin embargo parece que se refieren a personajes reales, indescifrable simbolismo de los escultores de aquella época con el cual escribían a la manera que los egipcios en sus obeliscos, sátiras, tradiciones, páginas personales, caricaturas, o fórmulas cabalísticas de alquimia o adivinación. Cuando la inteligencia se ha acostumbrado a deletrear esos libros de piedra poco a poco se va haciendo la luz en el caos de líneas y accidentes que ofrecen a la mirada del profano, el cual necesita mucho tiempo y mucha tenacidad para iniciarse en sus fórmulas misteriosas y sorprender una a una las letras de su escritura jeroglífica. A fuerza de contemplación y meditaciones, yo había llegado por aquella época a deletrear algo del oscuro germanismo de los monumentos de la Edad Media; sabía buscar en el recodo más sombrío de los pilares acodillados el sillar que contenía la marca masónica de los constructores, calculaba con acierto el machón o la parte del muro que gravitaba sobre [el arca] de plomo o la piedra redonda en que se grababan [con el nombre] de secta del maestro, su escuadra, el martillo y la simbólica estrella de cinco puntas, o la cabeza del pájaro que recuerda el ibis de los faraones. Una parábola, aun bajo el segundo velo, una alusión histórica o un rasgo de las costumbres, aunque ataviadas con el disfraz místico, no era fácil que pasase desapercibido a mis ojos si la hacía objeto de inspección minuciosa. No obstante, por más que buscaba la cifra del misterio, sumando y restando la entidad de aquella figura con las que la rodeaban, por más que trataba de encontrar una relación entre ella y las creaciones de los capiteles y franjas, algunas de efecto microscópico, y combinaba el todo con la idea del diablo que abrazaba el escudo, gimiendo bajo el peso de la repisa, nunca veía claro, nunca me era posible explicarme el verdadero objeto, el sentido oculto, la idea particular que movió al autor de la imagen para modelarla con tanto amor e imprimirle tan extraordinario sello de realismo. Cierto que algunas veces creía ver flotar ante mi vista el hilo de luz que había de conducirme seguro a través del dédalo de confusas ideas de mi fantasía y por un momento se me figuraba encontrar y ver palpable la escondida relación de los versos sueltos de aquel maravilloso poema de piedra, en el cual se presentaba en primer término y rodeaba de ángeles y monstruos, de santos y de hijos de las tinieblas, la imagen de la desconocida dama, como Beatriz en la divina y terrible trilogía del genio florentino, pero también es verdad que, después de vislumbrar todo un mundo de misterios como iluminado por la breve luz de un relámpago, volvía a sumergirme en nuevas dudas y más profunda oscuridad.
Entregado a estas ideas pasaba días enteros…