A Sebastián Elcano
ODA
¿Qué insólita derrota
a seguir va la temeraria flota
que se apercibe a abandonar velera
de Sanlúcar la plácida ribera?
¿Acaso quiere España
que otro dominio en apartada zona
para ella el sol, ya sin descanso, alumbre?
¿no teme que, añadiendo a su corona
preciada joya de región extraña,
se rinda a la soberbia pesadumbre?
Cinco esbeltas armadas carabelas
al aire dan las impacientes velas;
un portugués las manda, Magallanes,
que en su tierra nativa,
mirando mal pagados sus afanes,
a trono que despide luz más viva
orgulloso ofreció sus arduos planes.
Ya el mástil giganteo,
cual caballo que, próximo al combate,
siente agudo acicate,
recibe de las lonas el golpeo.
Rizosos gallardetes,
formando coloridos ramilletes,
en los topes se agitan
de las inquietas naves;
parece que responden y que incitan,
a los pañuelos que, cual blancas aves,
desde la playa al nauta felicitan.
Cadenciosas las olas,
entonan halagüeñas barcarolas;
¡Hurra! nutrido los espacios llena;
que aquellos animosos navegantes
la costa dejan sin amarga pena,
y, cual en mar azul luna serena,
la alegría riela en sus semblantes.
Mas no todo es placer en la jornada:
la mano en la obra muerta abandonada
del Concepción, un joven, con intenso
dolor, busca en la gaya muchedumbre
algún semblante amigo
que en él encienda la prendida lumbre.
Y al no encontrarlo en el gentío denso,
y al verse lejos de los patrios lares,
dolido del quebranto,
una gota de llanto
deja caer en los undosos mares.
Vivaz su fantasía,
vio que la gota errante
la redondez del mundo recorría,
marcando un derrotero,
y un acento escuchó que le decía:
«Síguela, Sebastián, aquí te espero».
En línea avanzan las tajantes proas
hendiendo el ya tranquilo, ya sañudo
elemento, con rumbo a las Canarias,
que al paso les envían el saludo
embriagador de mil esencias varias.
Del fondo de una nave
sube insidiosa con sus roncas voces
la insurrección, que Magallanes sabe
apagar en la cuna; raudo enfrena
el rugidor tumulto;
en solitaria arena
abandona al airado Cartagena;
prende con mano fuerte
a Quesada, a Mendoza,
y en brazos los entrega de la muerte;
que no quiere que el crimen quede inulto,
pues tiene por más fiera y más insana
que la del mar una tormenta humana.
Al descubrir de Santa Cruz el río,
con grito de terror que el alma hiela,
estréllase el Santiago en un bajío.
Desderrota después el San Antonio,
que a España vuelve la cansada vela
a dar de los azares testimonio.
Tierra lejana vislumbraron luego,
que a plácido reposo les convida,
moviendo cien y cien lenguas de fuego,
y tras duros afanes,
al embocar el suspirado Estrecho,
se ensancha al fin el angustiado pecho
del grande Magallanes:
que acreciendo las glorias españolas,
corta sereno sus virgíneas olas.
No goza el alma pura,
cuando rompe la angosta
cárcel del cuerpo, y álzase a la altura,
cual la flota, vencida la estrechura,
navegando sin ver frontera costa,
del Pacífico mar por la llanura.
Mas ¡ay! veces sobradas
lo que de encanto nuestro pecho inunda,
sólo en su mal y en su dolor redunda.
¡Cuán tétricas jornadas,
cuán rudas privaciones,
hasta dar en las islas desdichadas,
y en las tierras abrigo de ladrones!
Por fin al cielo plugo
conducirles a costas abundantes,
do sacudieron el funesto yugo,
del hambre y escorbuto devorantes.
¡A qué narrar las islas perfumadas
que, cual flores de loto,
por el agua bañadas,
vieron surgir en aquel mar remoto!
Halagüeñas sus gentes,
colmábanles de espléndido tesoro,
y en harnero sutil aechaban oro,
tan sólo en complacerles diligentes,
a trueco de infantiles bagatelas,
llenaron de alcanfores y canelas,
de jengibre, de sándalo aromoso,
de ruibarbo amargoso,
los senos de las amplias carabelas.
Mas en sus aguas plácidas debía
la hueste exploradora
una baja sufrir, que todavía
la madre Patria llora.
Como en la siega con agudas hoces
las mieses agostadas,
allí tribus feroces,
con flechas a lo bajo disparadas,
al ver que la armadura las embota,
amenguan despiadadas
las dotaciones de la escasa flota.
Allí perdió la vida
el grande Magallanes,
Moisés que, en galardón a sus afanes,
ver no pudo la tierra prometida.
Porque muera la flor, gala del prado,
no todo es acabado;
natura, bienhechora,
en la caverna de la negra noche
nuevo ser elabora
y halla la luz de la temprana aurora
el capullo de ayer trocado en broche.
La tempestad bravía,
que, cual provista de acerado tajo,
corta a cercén o llévase de cuajo
el roble que los siglos desafía,
no arrastra en su inclemencia
a la humilde semilla
que entre mojada arcilla
espera la oportuna florescencia.
También, cuando doliente,
sin jefes y sin tino,
va la marina gente,
buscando quien alumbre su camino;
cuando, arriado otra vez el estandarte,
por muerte de Duarte,
terror medroso cunde,
el ánimo esforzado desfallece,
y el desaliento crece,
que en reflexión constante se difunde:
cual águila ostentosa
que, al escuchar insólito murmullo,
se eleva poderosa,
Elcano se presenta; y animosa,
la armada le saluda con orgullo;
y él, que ya siente el no lejano arrullo
de las alas batientes de la Fama,
y el clamor de la trompa que le aclama,
deja, al surcar los mares de la gloria,
el buque Concepción, toma el Victoria.
Empuñando la enseña castellana,
en la cabeza el herrumbroso yelmo,
«triunfar o perecer» hincado jura,
y es fama que al llegar la noche obscura,
el fuego de San Telmo,
festejo de la nave capitana,
contorneó su esbelta arboladura.
Ya abandona la rada de Borneo
y hacia Tidor intrépido se lanza;
que vivo como el rayo es su deseo,
grande como el Océano su esperanza.
Mirad, ya sólo el buque en que navega
a los azares de la mar se entrega;
que, por adversos hados,
los bravos tripulantes detenidos
del Trinidad recuerdan angustiados
que a la fama son muchos los llamados,
pocos los elegidos.
Los ojos en la aguja palpitante
explota la pasión que, con transporte,
la hace tender amante
al escondido Norte;
y con tosco instrumento
fija el virgíneo punto
do se encuentra la nave,
que a gran mengua tuviera y detrimento
no dejar de su paso más trasunto
que aquel que deja el ave
al cruzar la región del vago viento.
Mas celoso Neptuno
de la gloria de Elcano,
auxilio pide al veleidoso Eolo;
y, empuñando el tridente de consuno,
la nave empujan al terrible Polo.
Presto se cambia el bienestar en luto;
el gusano asqueroso
con el hombre comparte
y devora afanoso
la mísera ración que se reparte.
Diezmados por maléfico escorbuto,
por si esquivan del hambre la tortura,
se abalanzan a fétidos despojos
con socavados ojos,
remedo de la hueca sepultura.
Agua piden al agua;
sus gargantas ardiendo como fragua
y en la dura aflicción que les azota
no descubre la vista acongojada
ni un pez siquiera en la mansión salada,
ni en la mansión del aire una gaviota.
La muerte por las crestas del olaje
aterradora viene
y penetra en el buque al abordaje.
La superficie undosa
del mar, trocada en gigantesca losa,
fosforece con brillo funerario;
aspecto de sepulcro el casco tiene
y el velamen aspecto de sudario.
Cierta noche en que Elcano,
seca la boca, la mirada mustia,
presa de horrible angustia,
la pensadora frente en la ancha mano,
pedía ansioso al cielo
el término a su amargo desconsuelo,
vio brillar de repente
la roja lumbre de la austral aurora,
y asomar a deshora
un encarnado sol resplandeciente.
Leve brisa suave,
de aroma de azahares impregnada,
barrió la inficionada
cubierta de la nave.
Armónico concento,
llevado en alas de placible viento,
pobló el azul espacio,
y, de entusiasmo llenas,
abandonando el húmedo palacio,
a escucharlo salieron las sirenas.
Alzó los ojos y miró asombrado
el mástil giganteo
en Genio transformado;
aunque se adorna con marcial arreo,
noble aspecto presenta de matrona;
su vestido preciado,
de emblemas tachonado,
su patria y su poder claro pregona.
La blancas velas, como propias alas,
violentamente agita;
tan raudo sobre el mar se precipita,
que parejas corriera con las balas.
Poco a poco, su empuje disminuye,
y prosigue el camino
como albatros marino,
que por la espuma de las olas huye.
Un no olvidado acento
llenó entonces los aires de harmonía,
y Elcano, que prestaba oído atento,
percibió que vibrante le decía:
«Aunque es el mar del Sur tu adversa suerte
y bajo de sus olas
un día yacerá tu cuerpo inerte,
en aumento de glorias españolas,
hoy vengo a libertarte de la muerte.
»Acude presuroso
a la playa, tu punto de partida,
de argonauta con fe nunca vencida
cierra el circuito de tu viaje honroso.
»Avanza siempre, avanza,
con pecho fuerte y bravo;
mira, ya en lontananza
se ve asomar el bendecido Cabo
de la Buena Esperanza.
»Del Pisuerga en la orilla deleitosa
Carlos Quinto te espera;
y, cuando sepa que a la densa esfera
has como Dux a la marina esposa
con anillo nupcial engalanado,
en peregrino dote
darate honroso mote,
que diga que ‘el primero la has cercado’.»
Desparece el coloso:
mira hacia tras Elcano, ya animoso;
interminable estela
va dejando la rauda carabela,
y atónito se fija en la constancia
con que dibuja un nombre, el de Numancia.
¿Por qué acude, al lucir la clara aurora,
la gente de Sanlúcar a la playa,
y, mientras con el labio a Dios bendice,
del horizonte la dudosa raya
con la mirada explora?
Gran agorero el corazón, le dice
que las plácidas velas
que del alba a los nítidos reflejos
destácanse a lo lejos,
son de una de las leves carabelas
que la Patria risueña abandonaron
y hacia mares sin rumbo navegaron.
Vedla llegar, cual disparada flecha
que consumió en el aire su energía
e indolente se abate;
sin la jarcia, maltrecha,
truncada la soberbia arboladura
del viento y mar bravía
por el furioso embate;
en todo semejante a la armadura
que sostuvo lo recio del combate,
Tremolando la enseña victoriosa
de proa en el alcázar aparece
la figura de Elcano majestuosa.
La vocería al divisarle crece,
las lanchas a la mar se precipitan,
los pañuelos se agitan,
roncos los bronces suenan,
y vítores sin par el aire llenan.
«¿Por qué aplauden?», pregúntale a un anciano
un niño a quien conduce de la mano.
«¿Qué promueve entusiasmo tan profundo?»
«Mira, con ese ceñidor de plata,
que rastro de la nave se dilata,
acaba de cercar el vasto mundo.»