Golpeo ahora
-y nadie dentro-
con los nudillos
hasta hacerme sangre
-y nadie dentro-
en estas puertas donde sé
-¡con qué certeza!-
que estuvo la ternura,
que estuviste tú, amor,
zaguán de sombra, renovada lumbre,
con el vestido aquel de cada día,
distinto siempre,
y suave, entero, con la luz tejido.
Nada me importa que ese árbol,
que ahora se muestra en una frontera
inalcanzable,
no tuviera ese sabor que hoy siento,
añoro.
Lo que yo busco, vive
porque está en mi deseo,
y ese deseo sé que es mío, tanto
como lo perdí,
que no me pertenece,
que no puede esperar el desterrado.
Golpeo, y no contestan las cosas.
Y estaban. Aquí estábais, labios,
días, miedos y posesiones
fugaces, y extremadas razones, presas
de la inquietud.
Abra
quien abra,
responda quien responda,
sé que nunca será aquella voz,
aquella la acogida
por donde todo el día me anegaba
triunfando.
Sé que otra mano tomará aquel pomo
de la puerta, otra voz
-que yo querré encontrar en la memoria-
dirá: «Pasa aunque es tarde…»
Y entraré en la penumbra
-¿no dije antes que en la luz?-
doblando un poco el cuerpo
para que no se rompa del todo
la estrecha división de lo esperado
tanto tiempo.
Abra
quien abra,
pecho mío, ciego de incertidumbre,
sabio y caliente del refugio probado,
te precipitarás, porque la noche, fuera,
o el cegador día del que ahora vienes,
te habrán herido entre las ruinas
de la ciudadela abandonada.
Abra
quien abra,
golpeo, porque el brazo
tiene ya la costumbre mendicante
que le ha dado el amor.
Los herrajes hermosos,
la brillante fimbria de la puerta,
el asidero dulce del aldabón,
como un hombro desnudo,
salen al paso del mendigo, alargan
la conocida calle del deseo.
Puertas y puertas. Puertas.
Abra quien abra.
Llaman los puños apretados,
y aúlla, como un viento desconocido,
nuestra doliente voz
en la nevada calle
que se va prolongando hasta la muerte
con sus puertas cerradas.