Deodoro pisó el marco
de la puerta y allí quedó, tieso.
En la penumbra de la sala vislumbró
las visitas: ropas oscuras (faldas)
y, de pronto, (aparecida) vino hacia él
y le besó en la mejilla, una niña
vestida de blanco (zapatos, medias,
falda) de pelo renegrido (en trenzas)
y ojos como azules.
Deodoro volvía de una -infructuosa- caza
de cardenales, en los talas del cerco.
Ante la niña, se le cayó el frasco de “pega-pega”.
La jaulita vacía. Perdió los pies,
el pecho se le hizo humo, se le soltó la cabeza
como un globo con gas. Y si no se volvió,
allí mismo, en el marco de la puerta,
un montoncito de ceniza,
fue porque -todavía- le quedaban dos años
para soñar y despertarse
sudando frío en la madrugada.