Mirad la noche del adolescente.
Atrás quedaron las solicitudes
del día, su familia de temores,
y la distancia pasa en avenida
de memorias o tumbas sin ciudad,
arrabales confusos lentamente
apagados. La noche se afianza
-hasta los cielos cada vez, contigua
la sien late en el centro.
Bajo espesura de rumor la ausencia
se difunde y regresa hacia los ojos
sin sueño abiertos, sensitivos. Algo
que debe de ser brisa, como un rastro
de frescura borrándose, se exhala
desde el balcón por donde entró la noche.
Sus sigilosos dedos de tiniebla
rozan la piel exasperada, buscan
las yemas retraídas de los párpados.
Y la noche se llega hasta los ojos,
inquiere las inmóviles pupilas,
golpea en lo más tierno que aún resiste
en el instante de ceder, irrumpe
cuerpo adentro, la noche, derramada,
y corre despertando cavidades
retenidas, sustancias, cauces secos,
lo mismo que un torrente de mercurio,
y se disipa recorriendo cuerpo.
Es ella misma cuerpo, carne, párpado
adelgazado hasta el dolor, latido
de mucha muerte insomne,
forma sensible de la ausencia -ciego
de noche absorta, gira el pensamiento.
Y la rosa de rejalgar, allí
donde fue la memoria, se levanta,
cabeza de corrientes hacia el sueño
total de otro lado de la noche.