Las flores de Punitaqui de Pablo Neruda

ERA dura la patria allí como antes.
Era una sal perdida el oro,
era
un pez enrojecido y en el terrón colérico
su pequeño minuto triturado
nacía, iba naciendo de las uñas sangrientas.

Entre el alba como un almendro frío,
bajo los dientes de las cordilleras,
el corazón perfora su agujero,
rastrea, toca, sufre, sube y a la altura
más esencial, más planetaria, llega
con camiseta rota.

Hermano de corazón quemado,
junta en mi mano esta jornada,
y bajemos una vez más a las capas dormidas
en que tu mano como una tenaza
agarró el oro vivo que quería volar
aún más profundo, aún más abajo, aún.

Y allí con unas flores
las mujeres de allí, las chilenas de arriba,
las minerales hijas de la mina,
un ramo entre mis manos, unas flores
de Punitaqui, unas rojas flores,
geranios, flores pobres
de aquella tierra dura,
depositaron en mis manos como
si hubieran sido halladas en la mina más honda,
si aquellas flores hijas de agua roja
volvieran desde el fondo sepultado del hombre.

Tomé sus manos y sus flores, tierra
despedazada y mineral, perfume
de pétalos profundos y dolores.
Supe al mirarlas de dónde vinieron
hasta la soledad dura del oro,
me mostraron como gotas de sangre
las vidas derramadas.

Eran en su pobreza
la fortaleza florecida, el ramo
de la ternura y su metal remoto.

Flores de Punitaqui, arterias, vidas, junto
a mi cama, en la noche, vuestro aroma
se levanta y me guía por los más subterráneos
corredores del duelo,
por la altura picada, por la nieve, y aun
por las raíces donde sólo las lágrimas
alcanzan.

Flores, flores de altura,
flores de mina y piedra, flores
de Punitaqui, hijas
del amargo subsuelo: en mí, nunca olvidadas,
quedasteis vivas, construyendo
la pureza inmortal, una corola
de piedra que no muere.