Quien ve a las líneas del mundo
unir a la desdicha
con la alegría sin tiempo ni motivo,
a la ceguera del hombre con lo luminoso del hombre,
al cobarde, al justo, al tonto
(que asiste a la ceremonia del crepúsculo
asombrado, muy quieto, flotando sobre el agua),
nunca se vuelve altivo
a contemplar la guerra que incendia
el lugar donde vibra todo esto.
Ya nunca sueña.
Abre los ojos despierto, abre los ojos dormido.
El que ve a las líneas del mundo
servir de trampolín a los pájaros
y de escalera a las almas,
sabe por qué no vuelan
y se guarda de contarlo.
Otro será su interés:
él querrá trepar por ellas
disimuladamente, sin un solo comentario,
sin que nadie note la ausencia del desertor.
Feliz, ignorado por todos,
vagará por la tierra sin nombre
con su precioso secreto, ese momento en que espió:
él conoce signos que lo conocen,
hace su propia ley.
Y por fin, cuando se retira,
como un oscuro bulto con corazones de tormenta,
hacia la tierra oculta en esta misma tierra,
que guarda de toda noche el sol,
no olvida, ni por un momento,
que el tiempo está en su red.
Sabe que no hay milagros, sabe qué cosa son.
Algún día todo será plenitud.