Vivimos en la violencia verde, disfrazada,
como tranquilos visitantes de un pueblo
sujeto en el primer hervor del desafío;
dignatarios sin plumas se pierden en las páginas;
encomenderos, comerciantes, jueces,
plenamente juiciosos, nos ahogan el juicio;
por las veredas del país, las sombras
son verdes y encendidas también, huelen a piedra,
como nosotros, seres de ciudad, clandestinos
merodeadores del presentimiento,
porque con cada día que pasa, cada día,
se agrega un rayo más al ambiente colmado,
y hasta los chupamieles arden como pañuelos ofendidos.
Nuestra profundidad es solitaria:
cada quien con su duda y con su nombre
buscando a cualquier hora algún predio baldío,
y arriba el cielo intensamente impúdico,
azul y negro y rojo, como si los papeles
estuvieran cambiados, y la tormenta fuera tierra firme,
la pradera del sol tan trillado y rendido.
¿Cómo se expresará toda esta fuerza acumulada
y acumulándose hasta a través del estremecimiento
de la pluma y del pulso con que escribo?
Vamos hacia otra herencia, con el ruido social
de símbolo, derrumbe y sal intacta:
en esta contenida marea de penurias y de lujos vivimos.