Los árboles callados vieron pasar a Lillie,
vieron su luz rosada como fruta sin huella,
el sol desvanecido de sus ojos de niña,
la adolescencia verde como el verde manzano,
los dedos en que pulsan secretos ultramares,
su esbeltez de doncella campesina y celeste,
la salud del espíritu bajo el aire más libre:
que ahí en la casa llena
de austeras enseñanzas,
labores de cocina
y oficios de bodega,
entre el juego magnánimo
de la leña y la nieve,
ahí leyó la clara
muchacha a sus poetas,
árboles de la lengua,
proféticas raíces,
y una luz más ardiente se unió a su luz profunda,
como un perfume ingresa al aire perfumado,
como el mar se alimenta de sus propias espumas,
oh azul de niña plena de sol y de pañuelos,
claridad sorprendida de las altas montañas,
fulgor del hondo cielo natal de Nuevo México,
y en las venas, brillando, la Germania escondida.
Cómo no amar, entonces esos callados árboles,
los amigos de Lillie en su diario camino
hacia la rumorosa escuela de Alburquerque
donde la joven hecha de esplendente paciencia,
de color amasado con flores de colina,
abría el maternal poder del pensamiento
entre las infantiles cabezas desbordantes…
El olor de los campos
alzados por la lluvia
templó en su corazón
la confianza evangélica;
la amorosa espesura
del aire ante sus ojos
fue quizás la vislumbre
de otros años vibrantes,
marcados por el hondo
verdor de la energía;
y aquellos graves árboles enseñaron a Lillie
la riqueza de todas las altas sencilleces,
el gozo natural de la vida sin tregua:
árboles del camino
y árboles del idioma,
compañeros seguros
de una ardiente jornada