I
Una nítida noche, en que la pedrería
sideral deslumbrada,
los buzos diamantistas, en santa cofradía,
descendimos al mar…
Puede ser -nos dijimos- puede ser
que la luz de Saturno, diluyéndose, forme
algún extravagante sulfato, alguna gema
nunca vista jamás…
II
Puede ser, nos dijimos…
Lunarios opalinos, Academias
rutilantes de nácar y coral,
donde monstruos socráticos decían
que sólo siendo feo se puede ser genial.
Dialéctica sucinta de un sabio calamar:
Seamos impasibles, sublimes y profundos
como el fondo del mar.
Si no por altivez, por desencanto
imitemos el gesto del océano
monótono y salobre…
Es lo mismo que un astro se derrumbe
o se muera un gusano.
Seamos impasibles como el fondo del mar…
III
Y después –oh adverbio ineludible–
una joven medusa iridiscente
embrujo nuestros sueños.
¿Qué doncella mortal puede tener
su encanto deleznable, y sus pupilas
que fosforecen vírgenes de llanto?
Una vez nada más, entre dos aguas,
contemplamos su grácil navegar.
Como el rey Apolonio ahora decimos:
Yo tuve un nombre,
un bello nombre que perdí en el mar.
IV
En un cielo violáceo bosteza Lucifer.
El ponto está cantando su canción azul.
Los buzos diamantistas, en sana cofradía,
volvemos a la tierra, a vivir otra vez.
Traemos del abismo la pesadumbre ignota
de lo que pudo ser…