Madre de los valientes de la guerra de Miguel de Cervantes y Saavedra

Madre de los valientes de la guerra,
archivo de católicos soldados,
crisol donde el amor de Dios se apura,
tierra donde se ve que el cielo entierra
los que han de ser al cielo trasladados
por defensores de la fe más pura:
no te parezca acaso desventura,
¡Oh España, madre nuestra!,
ver que tus hijos vuelven a tu seno
dejando el mar de sus desgracias lleno,
pues no los vuelve la contraria diestra:
vuélvelos la borrasca incontrastable
del viento, mar, y el cielo que consiente
que se alce un poco la enemiga frente,
odiosa al cielo, al suelo detestable,
porque entonces es cierta la caída
cuando es soberbia y vana la subida.

Abre tus brazos y recoge en ellos
los que vuelven confusos, no rendidos,
pues no se escusa lo que el cielo ordena,
ni puede en ningún tiempo los cabellos
tener alguno con la mano asidos
de la calva ocasión en suerte buena,
ni es de acero o diamante la cadena
con que se enlaza y tiene
el buen suceso en los marciales casos,
y los más fuertes bríos quedan lasos
del que a los brazos con el viento viene,
y esta vuelta que ves desordenada
sin duda entiendo que ha de ser la vuelta
del toro para dar mortal revuelta
a la gente con cuerpos desalmada,
que el cielo, aunque se tarda, no es amigo
de dejar las maldades sin castigo.

A tu león pisado le han la cola;
las vedijas sacude, y arrevuelve
a la justa venganza de su ofensa,
no sólo suya, que si fuera sola,
quizá la perdonara: sólo vuelve
por la de Dios, y en restaurarla piensa.
Único es su valor, su fuerza imensa,
claro su entendimiento,
indignado con causa, y tal que a un pecho
cristiano, aunque de mármol fuese hecho,
moviera a justo y vengativo intento.
Y más, que el galo, el tusco, el moro mira,
con vista aguda y ánimos perplejos,
cuáles son los comienzos y los dejos,
y dónde pone este león la mira,
porque entonces su suerte está lozana
en cuanto tiene este león cuartana.

Ea pues, ¡oh Felipe, señor nuestro,
Segundo en nombre y hombre sin segundo,
coluna de la fe segura y fuerte!,
vuelve en suceso más felice y diestro
este designio que fabrica el mundo,
que piensa manso y sin coraje verte,
como si no bastasen a moverte
tus puertos salteados
en las remotas Indias apartadas,
y en tus casas tus naves abrasadas,
y en la ajena los templos profanados;
tus mares llenos de piratas fieros,
por ellos tus armadas encogidas,
y en ellos mil haciendas y mil vidas
sujetos a mil bárbaros aceros,
cosas que cada cual por sí es posible
a hacer que se intente aun lo imposible.

Pide, toma, señor, que todo aquello
que tus vasallos tienen se te ofrece
con liberal y valerosa mano
a trueque que al inglés pérfido cuello
pongas el justo yugo que merece
su injusto pecho y proceder insano;
no sólo el oro que se adora en vano,
sino sus hijos caros
te darán, cual el suyo dio don Diego,
que, en propia sangre y en ajeno fuego,
acrisoló los hechos siempre raros
de la casa de Córdoba, que ha dado
catorce mayorazgos a las lanzas
moriscas, y, con firmes confianzas,
sus obras y su nombre han dilatado
por la espaciosa redondez del suelo,
que el que así muere vive y gana el cielo.

En tanto que los brazos levantares,
gran capitán de Dios, espera, espera
ver vencedor tu pueblo, y no vencido;
pero si de cansado los bajares,
los suyos alzará la gente fiera,
que para el mal el malo es atrevido;
y en tu perseverancia está inclüido
un felice suceso
de la empresa justísima que tomas,
y no con ella un solo reino domas,
que a muchos pones de temor el peso;
aseguras los tuyos, fortaleces
lo que la buena fama de ti canta,
que eres un justo horror que al malo espanta
y mano que a los justos favoreces;
alza los brazos, pues, Moisés cristiano,
y pondrálos por tierra el luterano.

Vosotros que, llevados de un deseo
justo y honroso, al mar os entregastes
y el ocio blando y el regalo huistes,
puesto que os imagino ahora y veo
entre el viento y el mar que contrastastes
y los mortales daños que sufristes,
d’entre Scila y Caribdis no tan tristes
salís que no se vea
en vuestro bravo, varonil semblante
que romperéis por montes de diamante
hasta igualar la desigual pelea;
que los bríos y brazos españoles
quilatan su valor, su fuerza y brío
con la hambre, sed, calor y frío
cual se quilata el oro en los crisoles,
y, apurados así, son cual la planta
que al cielo con la carga se levanta.
El diestro esgrimidor, cuando le toca
quien sabe menos que él, se enciende en ira
y con facilidad se desagravia;
y en la orilla del mar la fuerte roca,
mientras su furia a deshacerla aspira,
muy poco o nada su rigor la agravia;
y es común opinión de gente sabia
que cuanto más ofende
el malo al bueno, tanto más aumenta
el temor del alcance de la cuenta,
que siempre es malo del que mal espende.
Triunfe el pirata, pues, agora y haga
júbilo y fiestas, porque el mar y el viento
han respondido al justo de su intento
sin acordarse si el que debe paga,
que, al sumar de la cuenta, en el remate
se hará un alcance que le alcance y mate.

¡Oh España, oh rey, oh mílites famosos!,
ofrece, manda, obedeced, que el cielo
en fin ha de ayudar al justo celo,
puesto que los principios sean dudosos,
y en la justa ocasión y en la porfía
encierra la vitoria su alegría.