Somos una costumbre, un gesto, un modo,
una manera de mirar, acaso.
Pequeños movimientos nos distinguen,
leves fórmulas marcan signos, rasgos
que se hacen peculiares nos conducen
por rutas diferentes a escenarios
de vida en que los viejos papeles suenan como
otro cuento distinto y necesario.
Me doy cuenta que estoy hecho de mínimos
materiales de vida moldeados
por antiguas liturgias, ritos graves,
ceremoniales de confusos hábitos
que me hacen lo que soy y ponen
su irremediable marca en mi costado.
Soy un pequeño mundo con sus normas,
sus leyes, sus funciones, sus mandatos,
su inevitable proceder, su modo
de respirar. No doy un sólo paso
que no proceda de una antigua historia
y que no esté a un sistema acomodado.
¿Será la forma de partir el pan,
como Emmaús? ¿Será como alzo el vaso
para el agua que bebo? Breves signos
caracterizan mi talante humano
y me hacen tan reducto de costumbre
y soledad, que ahora me siento extraño.
Y sin embargo sé que soy lo mismo,
que algo nos une irremediablemente,
que un recorrido igual está esperándonos
y una misma materia nos sostiene.
Hay una misma sangre, un mismo río
de vida golpeando en nuestras sienes
y una misma esperanza que se hace angustia
en la garganta y en el pecho siempre.
En los espejos cruzan de los ojos,
árboles, lagos, tierras diferentes,
pero una sola flor los unifica:
es la roja azucena de la muerte.