Arder, yo vi a mi abuela arder.
Agosto. Chihuahua, 1956. Ella ardió,
su fuera y su dentro, ardió en la calle Mina 1004.
Vi a mi padre envolverla en una sábana, el colchón ardía;
las cortinas, la alfombra, su vestido
ennegrecieron. Todo lo recogió.
“No hagan ruido, su madre está cansada”.
Lo vi salir de luto esa tarde de agosto con su corbata negra.
La recogió. Ceniza y llanto recogió.
El humo de la abuela en el zaguán, las tías
sorbiendo ásperos los grumos del café.
Había que borrar lo oscuro que dolía,
disolver la sal, el llanto,
abrazarse y sofocar el temblor del viaje.
Escuchar a Paul Anka y en la falta de pulso
rayar el disco de 45 revoluciones por minuto.
Por instantes vivía, por instantes
todo fue púrpura: ella, el
cansancio, las frondas de los álamos. Después
el vidrio, el vidrio en el cedro,
el rostro quemado bajo el humo.
Ella, mi madre, también ardió. En lágrimas su sonrisa apagada:
“Arréglame el pelo, me dijo, déjame salir
a ver si ya está seca la ropa”.
Tuve miedo. De que sus pasos lentos no volvieran, de la tersura
de la hoja, del sigiloso carcomer,
del reseco peso de la hiedra, ya sin muro, del
florero en la cocina, sin flores. De ese cuarto ciego con su muerte tuve miedo.
De mí misma y el filtrarse del viento
que se llevaba el polvo de los sicomoros.