Nabí (fragmento) de Josep Carner

Todo era en el mundo comienzo y juventud.
La mar espejaba para un laúd tan sólo.
Un torrente de oro se vertía en la mar.
En una cala, junto a un pino, negra garganta
me había arrojado a la playa.
Olí a sal y a retama.
Brillaba al sol un hombre, en la colina,
e iba a tumbarse debajo de una higuera.
De una choza ascendía un hilillo de humo.
-Aquí -dije- me quedaría,
como la piedra y el árbol. -Pero se oyó la Voz:
-Ve a la resplandeciente Nínive, Jonás, parte en seguida;
juntos, tu llegarás y Yo hablaré.

Me levanté. El ardor de la roca,
la fragancia del pino me ignoraron.
Toda mi relación con ellos se desvanecía,
como si ya me hubiese despedido.
El mar azul perdía su embeleso;
una nube volvióse, dándome la espalda;
sentía al aire impacientarse
y la mota de polvo, -Ve- me decía.
Y en aquel punto fui
como picado por escorpión divino:
me sorprendió, agarrándome con fuerza;
me hizo suyo,
espoleándome la prisa.
En camino afanoso,
bajo la asoleada,
volvía a mi el brote del romero;
y cuando oscurecia, y me despabilaba,
me hacia alzar los ojos amor de las estrellas,
en donde estaba escrito el mandato divino.
De mi tardanza en desquite
una cosa tan sólo me inquietaba:
dormía como en vela, comía como en sueños,
avanzaba sin ver, y sin saber oía.
Mi fuerza, mi esperanza, eran
la palabra que Dios me había dicho.
Y yo la repetía día y noche,
como un enamorado, con deleite,
como el niño que canta por temor a olvidarse.
Ni árbol ni casa alguno detenían mi marcha;
todo con lo que tropezaba era arrojado atrás,
y noche y día caminaba:
y no veía más que oscuridad o ardiente polvo.
Mi viaje -calor, peligro, ayuno-
duró de plenilunio a plenilunio,
y la espuela divina aligeró mis pasos.
En cosa alguna mis ojos sosegaron,
ni mi boca hizo trato:
soldado que orden cumple
no estorba su camino con adioses ni lazos.

Pero a la vuelta de la cuarta luna,
cruel suplicio volvióse mi camino:
y si me detenía un solo instante
tenerme en pie ya no podía.
Enrojecidos por el sol los párpados,
mis pasos eran cada vez más lentos;
polvorientas las cejas y la barba;
pesadas, las espaldas, y ardiente la nariz.
Hasta las cosas próximas parecían lejanas,
y el tino se perdía con el ardor de la cabeza;
mi pie sangraba; torpes, su plegaria intentaban
el confundido juicio, la lengua, seca como un trapo.
Una mañana, la claridad del día
sonó como un zumbido de abejorro en mi cabeza,
y mi mirada, pródiga de luz,
ante el rayo de sol se arrodillaba.
Pensando « Yahvé te espera»
con nuevo aliento quería rehacerme;
mas tropezando en una piedra
di en tierra, y me hundí en el polvo,
y no sabía, aturdido, cómo levantarme.
-¿Huye Nínive de mí?- acerté aún a decir;
y anhelando, vencido, que la noche negase,
oculté el rostro entre las manos.

Detrás de mí, un viejo descabalgó de un asno.
-¡Levántate! Al que cae, si no se pone en pie, alguien lo entierra.
Llevo a la ciudad un cestito de higos
y una cerda. ¿No la conoces? Desventurado,
súbete al asno. ¡Poco tienes de gordo!
Desde aquí se vislumbra el lugar donde el río
ciñe la gran ciudad que corta, hiende y raja,
que límites abate en un mundo cobarde.
Aquí, el osado mata, acomete y humilla;
los himnos de triunfo son obra del eunuco.
Todas las artes bajan la frente ante la guerra,
ya que la espada es joven y caduco el espíritu.
Y en los mercados llenan las alforjas, muy prestos,
con sus preciosas sacas, las gentes sin escrúpulos;
y las mujeres vienen de todas las regiones,
las más perfectas en senos y caderas.
Asur es inmortal, y el mundo es una ruina.

Levanté apenado la cabeza.
Unas casas de campo blanqueaban
por la otra orilla, en la vuelta del río;
y yo, tambaleándome, como animal herido,
dándome todo vueltas,
alcé el brazo con ánimo desesperado
que arrancar pude del fondo de mi corazón;
y derrochando un año de mi vida pude clamar al fin:
-De aquí a cuarenta días, Nínive caerá.

Versión de José Corredor-Matheos
«Ocho siglos de poesía catalana», Editorial Alianza