Nada o los dioses de Juan Cobos Wilkins

Tendrás que decidirte.

¿Y si el príncipe entre ser o no ser elige «o»?

Algún día tendrás que decidirte.

Los recuerdos dispuestos para cera y alfiler de vudú, eso
o la nada: la nada o el presentimiento de quien se lava las manos, se enjabona
con la roja pastilla de su propio resbaladizo corazón: el corazón
grabado en el árbol, su flecha o la manzana sorprendida por un gusano de oro:
veneno, amor. Y muerte y fruta
que en la más alta rama de ese tronco
tatuado a punta de navaja adolescente desafía la gravedad, reta
al soberbio desnudo del primer pecado o paraíso.

Los recuerdos, la nada, el corazón, veneno,
amor, eso o los dioses.
Los complicados dioses del dios que al hundirse la tarde despliega
sus grandes alas blancas sobre las aguas igual que un salvador nenúfar,
flotar
para luego estrellarse
contra el silencioso y excitado iceberg de su pecho.
Naufragio o mares
que en verano reciben los cuerpos con el ansia
sagrada, con el mismo antropófago misterio de la transubstanciación.

Tendrás que decidirte.
La noche, Rimbaud
o Emily Dickinson, turquesa y devorado, o la noche
entera de la luz encendida en lectura, en poemas,
para que no arroje el insomnio su fantasma, su pañuelo blanco de muerte
sobre el rostro, para que las islas de nunca jamás salgan volando
igual que una bandada de cometas huidas y, al fin,
una cabeza se recline en tu hombro como si fuera el viento
suave que tumbase los trigos.
El humo de los trenes, el humo de los barcos, los muelles, el andén,
las estaciones… los ojos de ese niño
solo tras el cristal de un autobús, su brillo
húmedo que desmiente la sonrisa que dedica a sus padres.
O el disparo
redondo de una O antes del alba y tu propia cabeza
caída:
caída como el cuello roto de un cisne que era un dios,
una media de seda posada en tu clavícula. Tendrás
que decidirte:
la O es el nido obscuro
donde un caníbal sueña con Rimbaud
pero se tiende bajo el peso del esqueleto ingrávido de un ángel.
Tendrás que decidirte:
no hay
vivisección posible
sin sangre salpicada de polen sobre el mármol, y aún
menos cuando son las vocales brillantes insectos de colores metálicos
que entran por la herida del costado abierto del poema. Nadie
elige entre la lluvia en el patio vacío
del colegio y la lluvia
en las hojas antiguas de las aspidistras, nadie escoge
de los invertebrados la pequeña luminiscencia que podría salvarnos. Optar
es desprenderse de un brazo como de un largo guante malva.
Amontonar besos igual que un hormiguero de arenisca. Fingir
que la nostalgia no te va cubriendo de clorofila
y una dulce ondulación verde es ya la espalda, y pesa.

Juego infantil, cruel: o esto
o nada. Esto
o el tiempo en que la espuma de afeitar
era sólo un perro rabioso, el mendigo
del papel de plata con aquella pregunta
sonando como una moneda siempre en su boca, a quién
quieres tú más.

Y quieres más azul, más violencia, más rayas en la cebra y más colores
en sus rayas, quieres una doble orilla en donde cada ola
pueda dejar su propio ahogado, y llevarse
mar adentro la sombra, ya como piel mudada, vacía de ese ahogado.
Quieres volcar el tintero y regresar al último pupitre
donde los ciervos, los leones, las águilas… todas las fieras de la selva
continúan en los cuadernos amarillos aprendiendo
todavía a multiplicar. Quieres la huelga de los mineros secundada
por la Vía Láctea, el peine que deja los cabellos
salpicados de pequeñas interrogaciones
como fosforescentes caballitos de mar, quieres la tímida
pólvora de Emily Dickinson para que el guerrillero cargue su fusil.

Desasosiego, asombro de la O en su horca o su sexo.

Y quieres
para abrazar, para escribir
cartas a los amigos, huellas dactilares que impriman
la aurora boreal, para rozar la mejilla hermosa, cansada, de tu madre ,
quisieras, como antes de entrar al cine, la tibieza
en las manos del mágico cartucho humeante de castañas.

Decidir no es temer. Amar no es decidir.

Sea, si tanto quieres, el misterio
de ambas: disyunción y a la par, al tiempo, analogía: sea
escritura o paraíso, nada
o los dioses.