No, no quiero volver…
Sé que está entre los mimbres secreto y aguardándome.
Sé que me espera. Piso estos verdes helechos
que llevan su sombra. Pero no he de ir.
¿No he de ir? Aún el estío
como un áureo zagal se embriaga en las siestas
y todo para él, esa rosa de fiebre y el venero escondido
y el queso blando y puro
y el aire áspero como la lengua del mastín sediento,
es deseo en su carne.
Pero no he de dar un paso más.
Desde aquí te adivino. Estoy tan cerca de ti
que si mi corazón pronuncia tu nombre
me responderás en la brisa
como la selva responde estremecida
al largo lamento del caracol en labios de los cazadores,
al penacho de luto que deja entre los árboles
la sombría guirnalda de las trompas.
Desde aquí te deseo…
Este lugar recuerda tu reino y tu silencio:
ese musgo suave y esas vanas ruinas
por donde las palomas se aman entre yedras
y los granados abriendo el cráter de sus frutas
y las cimas lejanas como cuerpos de animales perezosos
que durmieran eternamente bajo el azul del cielo.
Así es tu dominio.
Pero tú estás ajeno a tu propia hermosura,
frío junto a la lava rubí de las granadas,
callado al largo abrazo musical de la yedra,
al gemido amoroso de las garzas
que dejan en tu arena, como huella de un beso,
la señal atrevida de sus patas
y asustadas, de pronto, vuelan alzando al sol
el racimo turquesa de sus plumas.
Viene el atardecer…
Aguardaré la noche para llegarme a ti,
cuando no pueda verte, cuando no puedas verme,
antes de que la luna te despierte en tu sueño
con el rumor flotante de sus arpas crueles,
en ese sólo momento en que el campo dormita,
hasta que la noche agite su tirso de luciérnagas
y ya de nuevo vuelva al bosque la vida
y los insectos, como un velo bordado de joyeles vibrátiles,
tiemblen en las adelfas y el jabalí salvaje
abra su ojo de cobre y al hechizo nocturno
quede un instante absorto y las flores,
pájaros de perfume en jaulas de verdor,
den al viento sus pétalos y el ruiseñor
bajo la luz astral enrede el heliotropo de lluvia de sus trinos.
Ya se acerca la noche. Duerme, criatura amada.
Abandona al sosiego tu cuerpo, donde el labio
de mi pasión, morado, tu camal estatuaria
trastornaría con un placer intenso y misterioso.
Mira las palmas de mis manos moldeando mis flancos
que por ti palpitan como lebreles negros acollarados
que la brisa sostiene,
haciéndome gritar de angustia por tu cuerpo que escapa a mi cuerpo
por esa imposible posesión que me enerva sobre el césped
como el pámpano verde retorciendo su alambre vivo en las hogueras.
Duerme, amante cuerpo,
bajo las dalias calientes de quien te invoca,
mientras las cañas huecas de mi flauta
derraman la rubia miel de sus quejas
en el odre sombrío que la tarde abandona en los barrancos.
Así estabas, dormida. Los sagrados ropajes desceñía
y con sed, a la orilla de tu cuerpo tendí el mío desnudo.
Dormías al monótono arrullo de los cielos
y como un mármol perfecto nada estremecía
tu letargo perfecto embriagado de dulce aburrimiento.
Las nubes solitarias como navíos anclados en los árboles,
con los mástiles revestidos de pájaros errantes
pasaban lentamente
y otras veces, el basalto crujiente de las tormentas
despeñaba sus moles y el rayo convertía en blandón suntuoso
el pino y sus aromas…
Tú dormías en la tierra. Dormías y esperabas.
Me acerqué a tu mirada y mis piernas elásticas
encontraron el loto esbelto de tus piernas.
La mañana era entonces unos labios abiertos,
unas caderas ágiles, un cestillo de fresas,
una corona húmeda del rocío de la dicha.
Me arrodillé a tus pies. Ya tenías el ara
de los dioses y el héroe
y tus tobillos, donde las campanillas silvestres se enredaban,
podían saltar gráciles sobre la urna armoniosa de mi vencimiento.
Allí estaba tu boca… Yo imaginaba frutas, vinos ardientes
y tu cintura joven ceñía un verano mortal
que agostara la florecilla abierta en la grieta del muro
y los bosques del éxtasis,
que secara los ríos morenos y el manantial perdido
y las bestias se consumieran en la llama de sus rugidos
y ni un viento azul refrescara la reseca corteza de la tierra.
Todo mi ser era una ofrenda anhelante.
Te imploré como antes a las silentes sombras,
a las altas deidades silenciosas
ofrecía los mirtos y el vellón.
Como ellas, callabas y la rueca implacable de los días
domaba los oscuros olivos de mi llanto
y mi voz como altar de sacros caramillos,
esperaba la yerta palabra de los dioses
fría como ceniza al corazón del hombre.
Mas tú no eres un dios.
Tal el príncipe que el otoño desnuda entre las vides,
tu cuerpo despojado de púrpuras divinas
emergía brillante como lirio fulmíneo
dúctil a la caricia tenaz de mi presencia.
Eso eres tan solo: un cuerpo que el deseo,
sacerdotal, entrega al tálamo florido de otro cuerpo.
El alba… Ya te veo… La noche en el jardín
del viento aún levanta su veneno lunar
y ríe lejana porque sabe que el hombre anhela su retorno
sediento de su narcótico misterioso.
Ríe, víctima triunfal, segura de su pesada monarquía,
esperando que los mortales invoquen
su beleño irreal y la confidencia de sus tiorbas por las sienes.
De nuevo a tu lado.
Tu carne… Esa es mi plegaria.
Nacido de mí mismo, tu amor, como puñal en el estuche
acecha para libertar mi soledad
porque el amor tan sólo puede ser poseído por la muerte
y es inútil que los cuerpos se enlacen en un latido turbio
y las bocas levanten sus voraces hogueras
y las piernas sus ríos de vértigos estériles
y cuelguen las cabezas, como degolladas, sobre las
bandejas de légamo de los cabellos,
si la muerte no clava en la médula su cuchillo de espasmo.
Para siempre a tu lado.
Prepara ya tus brazos.
La aurora, en luminosas yuntas ígneas
abre los surcos pálidos del cielo,
y el sol, como perla friolenta en la árida mano del espacio,
como semilla en manos del labrador,
dora de rosa tu carne funeral ¡oh cadáver de dicha!
¡nupcial materia pútrida!
Entrégame en tus labios, amor, muerte, tu edén.