NO hay pura luz
ni sombra en los recuerdos:
éstos se hicieron cárdena ceniza
o pavimento sucio
de calle atravesada por los pies de las gentes
que sin cesar salía y entraba en el mercado.
Y hay otros: los recuerdos buscando aún qué morder
como dientes de fiera no saciada.
Buscan, roen el hueso último devoran
este largo silencio de lo que quedó atrás.
Y todo quedó atrás, noche y aurora,
el día suspendido como un puente entre sombras,
las ciudades, los puertos del amor y el rencor,
como si al almacén la guerra hubiera entrado
llevándose una a una todas las mercancías
hasta que a los vacíos anaqueles
llegue el viento a través de las puertas deshechas
y haga bailar los ojos del olvido.
Por eso a fuego lento surge la luz del día,
el amor, el aroma de una niebla lejana
y calle a calle vuelve la ciudad sin banderas
a palpitar tal vez y a vivir en el humo.
Horas de ayer cruzadas por el hilo
de una vida como por una aguja sangrienta
entre las decisiones sin cesar derribadas,
el infinito golpe del mar y de la duda
y la palpitación del cielo y sus jazmines.
Quién soy Aquél? Aquel que no sabía
sonreír, y de puro enlutado moría?
Aquel que el cascabel y el clavel de la fiesta
sostuvo derrocando la cátedra del frío?
Es tarde, tarde. Y sigo. Sigo con un ejemplo
tras otro, sin saber cuál es la moraleja,
porque de tantas vidas que tuve estoy ausente
y soy, a la vez soy aquel hombre que fui.
Tal vez es éste el fin, la verdad misteriosa.
La vida, la continua sucesión de un vacío
que de día y de sombra llenaban esta copa
y el fulgor fue enterrado como un antiguo príncipe
en su propia mortaja de mineral enfermo,
hasta que tan tardíos ya somos, que no somos:
ser y no ser resultan ser la vida.
De lo que fui no tengo sino estas marcas crueles,
porque aquellos dolores confirman mi existencia.