Un siervo se despide sigiloso de su tribu para evitar la penitencia. Su testuz combada y la frente con signos de ceniza de cara al fuego. Ha sido pues ungido en vida en una causa desvalida de fe, menguado de razón. El hombre diestro, pierde la validez que hasta entonces tenía su argumento. Un retrato inmóvil ajeno a cualquiera turbación, cuelga en una pared íntima. Es la intimidad del aposento donde reposa un cuerpo inerte, un tramo de un país en armadura donde también convalecen las osamentas de los míos. Los beligerantes vadean con torpeza los ríos abismales, acosan con su andar los valles de mi infancia, denigran con sus vocablos soeces a las tiernas valquirias, hostigamiento, acometen. El exterminio no salda cuentas de raíz, desventura y silenia a orillas del fuego. Una estrella crepita muda en un monte ajeno al ardor que languidece y el tótem doméstico sustenta aún así – la fidelidad con que la estirpe se ha arraigado en esta tierra. Empero persiste el miedo del penitente ante el arma arrojadiza del invasor y la imagen del delirio se apodera de la próxima tirada. ¿Habrá llegado la ruina?.